“La disposición a admirar y casi idolatrar a los ricos y poderosos, y a despreciar o como mínimo ignorar a las personas pobres y de modesta condición, aunque necesaria para establecer la distinción de rangos y el orden social, es al mismo tiempo la más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales”.
¿De dónde podría provenir esa cita? ¿De una encíclica papal en pro de la justicia social y los pobres? ¿De un escrito de Marx o alguno de sus seguidores? ¿De un panfleto motivado por el resentimiento que a veces causan la marginación y la pobreza?
Nada de eso. La cita es de Adam Smith, padre de la economía clásica y figura principal del liberalismo del siglo XVIII, autor de “La riqueza de las naciones”, pero también de un libro del que proviene esa mención, bastante menos leído por liberales y neoliberales del siglo actual: “Teoría de los sentimientos morales”.
Al sentimiento de adoración por los ricos me he permitido llamarlo “plutofilia”, mientras que el de aversión a los pobres (primero licuados como “gente” y ahora ascendidos a clase media baja) tiene la denominación oficial que le acordó la Academia de la Lengua Española: “aporofobia”. De una manera coloquial, me he referido otras veces a la plutofilia como “Síndrome Casa Piedra”, queriendo decir con eso que muchos de nuestros líderes políticos, intelectuales y sociales de todos los sectores, transversalmente, experimentan un intenso goce cada vez que los invitan a hablar en ese sitio, recibiendo en cambio con total indiferencia o desgano la similar invitación que puedan recibir de alguna organización de trabajadores. Por su parte, la aporofobia se muestra hoy en la actitud que muchos exhiben ante los migrantes pobres que llegan a Chile, en quienes ven una grave amenaza para el trabajo, la seguridad, las buenas costumbres, y la salud pública del país.
En política, la plutofilia se muestra en el desplazamiento que ha sufrido la siempre sospechosa razón de Estado a favor de la más vulgar razón del dinero y los negocios. La afirmación “Cada país tiene el gobierno que quiere” vale para China y no para Venezuela.
Pero volvamos a Smith. La cita forma parte de un capítulo que el autor agregó a la última edición de “Teoría de los sentimientos morales”, de 1790, 31 años después de que viera la luz la primera versión de esa obra. Lo único que parece reprobable de la cita es aquella parte alusiva a “la distinción de rangos y el orden social”, pero hay que ponerse en la época en que fue escrita. ¿Mantendría hoy esa parte Adam Smith? Nadie puede responder por él, pero el resto de la cita, el corazón de la misma, pone a su autor muy lejos de lo que hoy podría considerarse una posición ultraliberal, o simplemente neoliberal, una posición ante la cual no hay que ser tendencioso para pensar que el padre del liberalismo económico habría arriscado la nariz. “Teoría de los sentimientos morales” se hace fuego con la idea neoliberal de que para conseguir el bien de todos basta con que cada cual se ocupe de sus propios intereses.
Smith fue severo con la tendencia a admirar a los ricos y despreciar a los pobres. Lo que señaló fue que ese doble sentimiento es fuente de corrupción de nuestra afectividad, puesto que al incurrir en él nos ponemos muy cerca de algo todavía peor: dirigir las atenciones respetuosas hacia los ricos y poderosos más intensamente que a los sabios y virtuosos. “A menudo observamos —escribió— que los vicios y tonterías de los poderosos son mucho menos despreciadas que la pobreza y vulnerabilidad de los inocentes”.
No obstante tratarse de una obra algo reiterativa, “Teoría de los sentimientos morales” es un libro hermoso, inspirador, clásico, y revisarlo permite apreciar lo poco que su autor tiene que ver con la actual glorificación del dinero, la avidez financiera, la confusión entre virtud y riqueza, la ansiedad por adquirir, la identidad como consumo, la nueva Navidad del Cyber Day, las apetencias puestas antes que las necesidades, los bajos salarios “compensados” con un endeudamiento ilimitado, y la maliciosa creencia de que la búsqueda del beneficio propio es el único camino para conseguir el bienestar de todos.
Agustín Squella/El Mercurio