Confirmado el triunfo de Biden, mucha gente cree que volverá el EEUU civilizado a la escena mundial. Se retomará con el acuerdo de París sobre el tema ambiental, y con instancias multilaterales que habían sido dejadas de lado por Trump, como por ejemplo la Unesco o la Organización Mundial de la Salud (OMS). ¿Es acaso mejor para el mundo la perspectiva de un demócrata a la presidencia, de urbanidad más educada que la del ofuscado Trump, en relación a las tensiones regionales más importantes que afectan a la escena internacional, vinculadas a Medio Oriente y a Asia del sudeste?
No es novedad que la política exterior de EEUU es clave para el orden internacional. Lo que sí es bastante novedoso, es la forma en la que se han encarado muchos análisis acerca de esa política durante la administración Trump. En efecto, el triunfo de los republicanos en 2016 trajo consigo una enorme decepción para cierta academia, ciertos análisis y ciertas formas de ver la escena internacional, que reprocharon a lo largo de estos cuatro años la manera, las prioridades y el talante general de la política exterior de Trump.
En este sentido, la idea de “America first” fue duramente criticada en el entendido de que implicaba una posición aislacionista de EEUU, y que ella era absolutamente incompatible con el papel preponderante que Washington debía de seguir cumpliendo en el tiempo abierto tras el fin de la Guerra Fría y la recomposición internacional posterior a los atentados de 2001 en EEUU. En esta perspectiva, no es posible aceptar el retiro de EEUU de escenarios claves, ya que su papel es fundamental en tanto potencia de equilibrio en distintas regiones, limitando el poder concentrado que en muchas de ellas presentan algunos países de protagonismos fuertes.
Para el caso de Latinoamérica, el asunto parece haber sido laudado hace ya muchísimos años: como la idea de un gran acuerdo de libre comercio hemisférico fue rechazada por algunos países relevantes del sur del continente, quienes quisieron tomar el camino bilateral con EEUU tuvieron buen éxito a inicios de este siglo: México, Colombia, Perú, Chile y varios países centroamericanos han logrado su objetivo de mayor comercio y vínculos estrechos con la primera potencia económica mundial. Ni Obama ni Trump cambiaron esto de forma sustancial, y sólo aparece un verdadero problema estratégico para Washington en el último tiempo, con relación a la mayor influencia de China en Latinoamérica. Pero no como especificidad propia de lo que ocurre al sur del Río Bravo, sino como un escenario regional más en el que se oponen las influencias de los dos grandes actores internacionales del siglo XXI.
Así las cosas, la crítica a la política exterior de EEUU en tiempos de Trump se centra en el ataque de su administración al multilateralismo, su preferencia por el bilateralismo fuerte, su aislacionismo que reduce el papel de Washington por el mundo, y su proteccionismo económico en un contexto de globalización que, se alega, perjudica al resto del mundo y contribuye a desestabilizarlo. Con Biden, se agrega, el cambio sería fenomenal en talante y disposición de acuerdos internacionales, y la gobernanza mundial sería más previsible y mejor para un mundo cada vez más complejo.
Pretendo en este ensayo poner en perspectiva crítica estas posiciones tan comunes y tan extendidas. En primer lugar, analizaré las implicancias de los intereses de largo plazo estadounidenses y los sustentos de su lugar preponderante de potencia mundial. En segundo lugar, a vistas de esos intereses, evaluaré algunas políticas relevantes que ha llevado adelante EEUU desde 2009 y los cambios que en ella introdujo la administración Trump. Concluiré brevemente sobre los énfasis que puede llegar a promover la presidencia de Biden.
- Intereses estadounidenses: mantener el poder hegemónico.
El orden internacional posterior a 1945 ha estado marcado por la hegemonía estadounidense. Esa hegemonía ha tenido dos grandes puntos de apoyo: la formidable extensión del papel militar de EEUU por el mundo, y que el sustento último del desarrollo económico de estos 75 años, que ha sido el más rápido y universal que se haya verificado en la historia de la humanidad, también ha sido estadounidense.
La verdad es que, a diferencia de otros liderazgos mundiales de otras épocas, EEUU es la primera potencia militar porque es la primera potencia económica, y es la primera potencia económica porque es la primera potencia militar.
Es inútil y poco inteligente separar ambas dimensiones de las variables de poder que hacen única a la hegemonía de EEUU: quizá solo pueda compararse en la historia moderna similar situación económica y militar en el ejemplo del Reino Unido en la segunda mitad del siglo XIX, pero, de todas formas, en ese caso, el mayor peso inglés no logró el lugar tan preponderante en el sistema internacional que sí caracterizó a EEUU a partir de 1945 (y sobre todo a partir de 1991).
Ese papel excepcional se consolidó en los años de la Guerra Fría (1947-1991) y en el desarrollo económico que hubo en particular en Europa Occidental a partir de 1945. Tuvo, por supuesto, dificultades y desafíos, pero mal que bien, a pesar del fracaso de Vietnam en los sesenta y setenta, del desanclaje del dólar con respecto al oro en 1971, y de los problemas militares y estratégicos impuestos por la expansión de la influencia comunista en las décadas de 1970 y 1980 – tanto en Latinoamérica, como en el sudeste asiático y en distintas regiones de África -, la caída del muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en 1991 hicieron más evidente el lugar preponderante de Washington en toda la escena internacional.
Por un lado, la guerra de Irak de 1990 fue un símbolo claro en este sentido: una guerra librada por EEUU con un amplísimo respaldo internacional de una coalición de 34 países, con el objetivo de restablecer cierto orden regional sustentado en el respeto del derecho internacional y de las fronteras de los Estados. Por un momento, EEUU pareció tener cierto éxito en la extensión de su visión particular del mundo de base liberal, un poco como fueron los 14 puntos de Wilson al final de la primera Guerra Mundial y los tratados posteriores que fijaron un norte hecho de Sociedad de Naciones y cooperación internacional (más o menos utópico, claro está, pero norte al fin).
Por otro lado, la expansión de la democracia representativa liberal y la economía de mercado habría de lograr una mejora radical en la calidad de vida de todas las sociedades del mundo. En definitiva, hay que reconocer que es imposible encontrar en la Historia período de mayor crecimiento y mejora de índices sociales, en todo el mundo, que el de los treinta años posteriores a 1990. En todas partes, desde un Irak neutralizado en 1991, hasta una Europa del este que había terminado con las sangrientas dictaduras comunistas, pasando por la democratización de Latinoamérica o el fin del Apartheid en Sudáfrica, lo cierto es que la hegemonía estadounidense se asentó sobre un conjunto de valores de consideración universal y sobre un papel militar fundamental como gendarme internacional en tanto último garante de la paz y estabilidad en distintas zonas del mundo.
En efecto, esa lógica de gendarme universal tuvo en esos años 1990 sus traducciones concretas en la intervención en la guerra civil en Yugoslavia a través de la OTAN, por ejemplo, o en la progresiva extensión hacia el este de Europa de ese pacto del Atlántico norte que terminó siendo un paraguas de garantía militar que asegurara que la recomposición rusa no se llevaría puesta la independencia de los países que antes integraban el Pacto de Varsovia.
En cualquier caso, el proceso de ascenso y consolidación de EEUU a primera potencia del mundo, natural luego de 1945 y afirmado luego del fin de la Guerra Fría, tuvo su concreción clara en materia militar. En esa dimensión, Washington era principal y último gran aliado de países claves tales como Japón y Alemania, sin contar por supuesto al núcleo duro y más cercano de los países de la OTAN; y tuvo también su expresión en lo económico, en donde diversos organismos multilaterales promovidos por EEUU formaron una arquitectura sustancial al servicio del crecimiento económico, comercial y financiero de todo el sistema. Por cierto, en este sentido el papel del dólar como moneda de cambio internacional y valor refugio es también sustantivo, ya que asegura a Washington una hegemonía mundial hasta ahora inigualable y, de nuevo, sólo comparable en la época moderna con la amplia área de la libra esterlina dominante en la segunda mitad del siglo XIX y hasta 1913.
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Todo este panorama cambió decididamente en 2001. No porque EEUU dejara de ser la primera potencia del mundo militar y económica ese año, sino porque hubo dos episodios claves que pusieron en tela de juicio su lugar de hegemon mundial: los ataques de setiembre de 2001 en territorio estadounidense y la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Los ataques de setiembre de 2001 llevaron a EEUU a conducir dos guerras en simultáneo, formadas por Afganistán primero desde 2001 mismo, y por Irak después en 2003. La guerra de Afganistán, que perdura hasta este 2020 en el que finalmente se ha procurado bajar sustancialmente la cantidad de militares estadounidenses apostados en ese país a la vez que se ha abierto en paralelo un tiempo de negociación interafgano amplio que, quizá, termine con una paz que involucrará en el ejercicio del poder central a los talibanes, fue la tumba de los cracks también para EEUU. Ni el reino Unido a mediados del siglo XIX, ni la federación de Rusia a partir de 1979 habían podido triunfar allí, y no fue EEUU quien logró hacerlo tampoco luego de 2001, a pesar de una preeminencia militar asombrosa y de varios lustros de activo involucramiento guerrero que contó con apoyos regionales sustanciales.
De nuevo, como con el desafío en Vietnam, EEUU mostró una dificultad enorme para poder liquidar rápidamente un conflicto en el que la asimetría de fuerzas era del todo evidente. Pero esta vez, no podía culparse a una confrontación internacional compleja, como en el caso de los años 1960 y 1970 en Vietnam en los que EEUU batalló, también, contra China y la URSS de forma indirecta. Por el contrario, si bien es cierto que el papel pakistaní en Afganistán fue muy ambiguo, lo cierto es que incluso Rusia colaboró fuertemente con EEUU para vencer a los talibanes y sus aliados: si EEUU se hundió en una guerra eterna sin salida política aceptable a la luz de su objetivo de invasión en 2001, fue antes que nada y sobre todo por su propia responsabilidad.
Por otro lado, la invasión de 2003 de Irak fue radicalmente distinta al escenario de previo de la invasión de enero de 1991, no solamente en lo que refiere a los apoyos internacionales comparados – en 2003, Francia opuso incluso su veto a la iniciativa estadounidense en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -, sino que, además, en el significado diferente que tuvo una y otra invasión extranjera en la región.
En efecto, si bien es cierto que la promesa de libertad que implicaba quitar del poder a Husein se cumplió en 2003, al punto de cumplirse con la drástica y urgida condena a muerte del líder del partido Baaz iraquí a finales de 2006; también es verdad que la promesa de libertad duradera que implicaba estabilizar a Irak en un sentido democrático para transformarlo en un ejemplo para los demás países árabes de la región fue, por el contrario, un completo fracaso (y hasta el día de hoy).
Más aún: la invasión de 2003 terminó haciendo desconfiar a muchos países musulmanes de Medio Oriente acerca de la verdadera capacidad de Washington de sostener alianzas creíbles con lo que eran sus aliados históricos. En efecto, si EEUU era capaz de traicionar de semejante forma a un viejo aliado suyo como era el poder de Husein en Irak – fundamental para debilitar en la guerra de 1980- 1988 a la dictadura shiíta de Irán, por ejemplo -, quitándolo del medio sin apoyo legal internacional; sin motivo razonable ni compartible, sino que apelando a una burda mentira que hizo creer a la opinión pública estadounidense de que Irak era un real peligro militar para el mundo (y sobre esa base discursiva, por cierto, logró Bush la reelección presidencial en 2004, a lo que debe agregarse al decisivo fraude electoral en el Estado de Florida que le permitió su triunfo de 2000); y sin plan inteligente alguno para estabilizar el escenario regional post- invasión de Bagdad: ¿cómo suponer que gobiernos y culturas de larguísima experiencia diplomática no habrían de tomar los recaudos más importantes a su alcance para prevenirse de la arbitrariedad del nuevo hegemon mundial, que además desde 1991 no tenía contrapeso militar y estratégico alguno?
La invasión de motivos fraudulentos, de inspiración mesiánica y de concreciones mediocres, que deshizo el orden laico y de sobrerrepresentación sunita en Irak – y lo puso en tela de juicio en varios otros países de la región –, abrió así la puerta a una carrera nuclear cada vez más rápida. En definitiva, Irak 2003 fue un motor fundamental para que Corea del Norte impulsara sus ensayos nucleares exitosos desde 2006; para que Irán procurara hacerse de una mayor independencia nuclear y militar en Medio Oriente; y para que Rusia terminara de desconfiar de unos EEUU que habían prometido al final de la Guerra Fría no acercarse con la OTAN a países que geográficamente conformaban los límites concéntricos clásicos del viejo imperio ruso, y que de ninguna estaban cumpliendo con su palabra a inicios del siglo XXI (y a partir de esas constatación estratégica fue pues que Moscú decidió la invasión de Georgia en 2008).
En cualquier caso, este tiempo bélico estadounidense post- 2001 mostró algo fundamental para el resto de las potencias del mundo: la carga económica y logística que significó la guerra de Irak de 2003 dejó en claro que el gran hegemon no estaba en realidad capacitado para conducir dos guerras en simultáneo sin temor a entrar en una crisis económica profunda, en un fiasco militar duradero, y en un desgaste social y democrático que deslegitimara en definitiva todo el sustento político de la potencia estadounidense.
Este diagnóstico será un dato clave para el período de Obama; y lo será también para la experiencia de Trump.
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Mientras que todo esto ocurría en el campo militar con relación a dos intervenciones directas estadounidenses en escenarios conflictivos en el mundo, 2001 trajo consigo una revolución económica y comercial decisiva: China entró ese año a la Organización Mundial del Comercio. En 20 años, el crecimiento chino cambió radicalmente el eje de la economía mundial: hoy China es la segunda potencia mundial – lo era Japón en 2001 -; y medido en paridad de poder de compra es incluso la primera del mundo. Además, China revolucionó el comercio internacional al transformarse en protagonista en materia de consumo y crecimiento: en estos 20 años, fueron más de 500 millones los chinos que salieron de la pobreza y pasaron a integrase a las clases medias pujantes del mundo entero. Esto significa, medido en peso demográfico comparado, que una Europa más pasó a formar parte del circuito mundial del consumo en las primeras dos décadas del siglo XXI.
Desde la vestimenta hasta el arroz, pasando por el consumo de vinos, tractores, soja y carne vacuna; desde los viajes por el mundo y el auge del turismo internacional, hasta el aumento radical del mercado de bienes de lujo o el desarrollo extraordinario de la venta de automóviles y artefactos del hogar; desde ciudades enteras que cambiaron en dos décadas completamente su fisonomía, hasta éxodos rurales que engrosaron mundos urbanos por centenas de millones de personas y vorágines de auges de importaciones de todo tipo de productos de todas partes del mundo, con inversiones chinas que a su vez pasaron a tener como objetivo central asegurarse el control de las grandes rutas de comercio mundiales – desde la provisión de alimentos desde África hasta el transporte de lo principal del petróleo que se consume en China desde Medio Oriente -, el cambio ha sido enorme y vertiginoso. No se precisa ir muy lejos para saberlo: el crecimiento de toda Sudamérica entre 2002 y 2015 está atado al aumento de la demanda china, y ese país pasó a estar en el podio de los tres primeros destinos de las exportaciones de casi todos los países de nuestro continente.
No es que EEUU no estuviera atento a todo ello. Simplemente, lo que era una viejísima relación diplomática bilateral – en tiempos estadounidenses, su inicio se remonta a más de 200 años ya -, impulsada luego con inteligencia por Nixon y Kissinger en 1971, pero que no dejaba de ser lateral en lo que refiere a la centralidad atlántica de las relaciones internacionales, terminó alumbrando como el eje primordial de inversiones, comercio e incluso vínculos y alianzas militares que volvían, una vez más, a replantear el papel estratégico y militar preponderante de EEUU en el mundo.
Ese papel clave se expresaba en algunas situaciones delicadas del continente asiático, y en particular a través de la seguridad en la península de Corea – allí en donde China cuenta con límites territoriales con Corea del Norte y EEUU con bases militares en Corea del Sur -; del resguardo del aliado japonés de Washington, históricamente además rival de China pero constitucionalmente inhabilitado a fomentar un poderío militar autónomo; y de algunas situaciones regionales concretas bien importantes, como lo que ocurre en Taiwán y en Oceanía, con la mayor influencia china allí y el papel trascendente del aliado estadounidense que es Australia.
Por todas partes de Asia del sudeste, además, los conflictos territoriales- marítimos han ido subiendo de volumen en este siglo XXI, en paralelo al cada vez mayor peso regional de China. En efecto, el desarrollo económico de la región y de China en particular ha puesto una lupa en los enfrentamientos por recursos naturales y por el control de las rutas transoceánicas. Allí participan, con intereses cruzados, aliados estadounidenses y rivales que son potencias del Pacífico: Filipinas, Vietnam, Japón, Corea del Sur, Malasia, China y Rusia, entre los más importantes.
Cuando Obama llegó al poder en 2009, el interés primordial de EEUU de seguir siendo el hegemon mundial se enfrentaba pues a varios desafíos internacionales. Eso fue así tanto de parte del papel mismo de EEUU en el plano militar mundial, como en la dimensión económica internacional, en un contexto, además, explosivo, ya que la crisis de 2008 podía llegar a poner en tela de juicio el orden financiero y económico forjado a partir de la recuperación de la crisis de 1929.
EEUU salió adelante en ambos terrenos y conservó su papel hegemónico. Pero la estrategia de Obama fue por un lado y la de Trump fue por otro lado. Es que ambos tenían diagnósticos diferentes de las fortalezas y debilidades de EEUU para enfrentar los desafíos planteados, como veremos seguidamente.
- Dificultades y desafíos de la hegemonía estadounidense: Obama y Trump.
Si hay un ex –presidente vivo de Estados Unidos que conserva una imagen excelente a nivel mundial, ese es Obama (2009- 2017). Ganador del premio Nobel de la paz apenas llegó al poder en 2009, su prestigio está asociado a su voluntad de desarmar al mundo, sobre todo en el ámbito nuclear, de alcanzar acuerdos multilaterales que mejoraran la gobernanza internacional en temas claves – como por ejemplo el medio ambiente -, y de promover el desarrollo y la paz en regiones de alta tensión diplomática, como por ejemplo Medio Oriente: su acuerdo de París de 2015 con Irán, en el que participaron además los demás países integrantes permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (Reino Unido, Francia, Rusia y China) y Alemania, es un ejemplo claro de todo ello.
En algún sentido se puede decir que Obama fue plenamente consciente de que EEUU no tenía ya más la capacidad, luego de la fenomenal crisis de 2008- 2009, de liderar como hegemon único las distintas situaciones de tensión que se presentaban en diferentes regiones del mundo. Si, como aquí he escrito, EEUU es primera potencia militar porque es primera potencia económica, y es primera potencia económica porque es primera potencia militar, el golpe económico y financiero terrible de 2008 era una señal clara de que el enorme esfuerzo militar que estaba haciendo EEUU en todas partes del mundo, sobre todo a partir del involucramiento en Afganistán y en Irak, no podía ser sostenido en el tiempo. Y que, si no cambiaba de política exterior, era muy probable que EEUU terminara cediendo su lugar preponderante por la vía de los hechos (y quizás hasta descontroladamente en algunos casos) a distintas potencias rivales, tanto en lo económico como en lo militar.
Había pues que sincerar las posibilidades de acción militar- estratégica de EEUU en el mundo, de forma de conservar un lugar preminente, pero sin excederse en iniciativas que podían llevar al país a la ruina, ya que eso implicaba, retroactivamente, que también lo militar- estratégico terminara en un fiasco. El cambio de Obama a partir de este diagnóstico tuvo cuatro dimensiones.
Primero, bajar el número de tropas presentes en los dos escenarios bélicos de Afganistán y de Irak. Segundo, promover los valores estadounidenses de democracia, libertad y derechos humanos por todas partes del mundo. Tercero, buscar arreglos con las potencias nucleares, y en particular con Rusia, de forma de transitar un camino controlado de baja de armamentos nucleares que incluyera la no proliferación en países que no fueran ya, de derecho o tácitamente, integrantes del selecto club de potencias nucleares (EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte). Y cuarto, apoyarse en aliados regionales potentes que pasaran a hacerse cargo con más protagonismo de crisis regionales relevantes (sin por ello quitar a EEUU totalmente del medio).
El saldo de la política exterior de Obama fue un fracaso que resultó, ya para 2016, tanto mayor cuanto ambiciosa era su iniciativa inicial. Analicémoslo seguidamente.
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En lo que refiere al retiro de tropas en Afganistán, significó la desestabilización del magro poder central de Kabul. Impidió por tanto asentar la paz, y llevó a que EEUU no pudiera retirarse completamente de ese país (incluso hasta el día de hoy). En realidad, no se preparó bien la paz en tiempos de Obama, pero se quitó un instrumento clave para prepararla, que era la mayor presencia militar que lograra, efectivamente, una victoria sino contundente al menos clara, con relación a los talibanes y sus aliados. En definitiva, EEUU hizo allí una guerra sin causa clara – resulta muy difícil, incluso hoy, adjudicar responsabilidad directa al poder afgano talibán de 2001 en los ataques de ese año en suelo estadounidense -; sin salida política convincente; y con un retiro de tropas que debilitó todo lo que en un inicio podía llegar a ser el objetivo, entre utópico e infantil, de hacer de Afganistán un país democrático y desarrollado, apoyándose en la tontería de creer que el ejemplo histórico de la intervención estadounidense en Alemania occidental y en Japón post 1945 podía ser trasladable a Kabul.
Con relación a Irak, el fiasco de las iniciativas de Obama fue aún peor que para el caso de Afganistán. La desintegración del Estado iraquí, el mayor peso legitimado de la mayoría chií en el poder de Bagdad, y el desorden social y económico que generó primero la invasión estadounidense y luego el retiro militar de su fuerza de ocupación, hicieron de Irak el mayor centro de desestabilización de toda la región por muchos años. En efecto, por un lado, Irán logró avanzar en influencia allí, algo que a priori era completamente contradictorio con los objetivos regionales de EEUU desde la caída del Sah en 1979. Por otro lado, el surgimiento del grupo radical estado islámico encontró aliados poderosos entre los sunitas golpeados por la invasión de EEUU, y se extendió en buena parte del territorio iraquí, haciendo base en la importante Mosul, y también, más tarde, en la desestabilizada Siria. Finalmente, la veleidad autonómica- independentista de los kurdos tuvo su traducción gubernativa concreta en el norte de Irak, a la vez que pasó a ser un factor desestabilizador para la vecina Turquía.
Toda esta circunstancia ha de leerse, además, a la luz del importante discurso que en El Cairo realizó Obama en junio de 2009. Allí dio esperanzas a las numerosas, relativamente formadas y grandemente frustradas juventudes del mundo árabe, acerca de que el futuro podía llegar a ser mucho mejor, más democrático y más justo. Se trató de una de las principales iniciativas en el sentido de promover los valores estadounidenses de democracia, libertad y derechos humanos por todas partes del mundo, y que tuvo su traducción amplia y formidable con lo que se dio en llamar en 2011, la primavera árabe.
Esa primavera árabe terminó en casi todas partes con situaciones política y socialmente peores a las que reinaban en esa zona del mundo a fines de 2010. En efecto, dejando de lado el caso de Túnez, tanto en Egipto como en Libia o en Siria, por ejemplo, el resultado casi una década más tarde es muy malo si nos atenemos a parámetros de mayor democratización y libertad ciudadana. De forma general, la idea de la promoción de los valores democráticos terminó en una utopía casi adolescente, en la que un conjunto de estadounidenses llenos de buenas intenciones que formaban parte de la administración Obama salían al mundo y constataban lo irreal que resultaban sus aspiraciones de pequeños universitarios idealistas, sus suposiciones de cándidos integrantes de clases medias acomodadas sin sentido de Historia, y sus objetivos completamente teóricos (en Netflix, por cierto, hay un buen documental que narra, malgré lui, todo esto: The Final Year).
Lo cierto es que tanto buenismo internacionalista se topó con los viejos principios realistas de la escena internacional. Hay varios ejemplos claros, pero quiero mencionar aquí sólo dos muy importantes (uno por cada período presidencial de Obama).
El primero, de la primera administración de Obama, refiere a la crisis de 2011 en Libia. Lo que parecía responder a criterios humanistas de seguridad internacional (aquello tan idealista del “deber de proteger” a una población en peligro adoptado por iniciativa occidental en 2005 en la ONU) y que se tradujo en la decisión 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU de marzo de 2011, terminó en una intervención militar protagonizada sobre todo por Francia y Reino Unido y apoyada en bambalinas por EEUU y regionalmente por Italia, para quitar del poder al (sanguinario dictador) Gadafi. El consenso inicial occidental no contó con la oposición de Rusia que, por un momento y sin Putin en la presidencia, creyó en la venturosa idea según la cual se abriría un amplio proceso de democratización en Libia y del cual no sería excluido Moscú.
El desenlace de la crisis fue un país completamente desestabilizado; que potenció la desestabilización militar y social de toda la región del Sahel hasta el día de hoy – en particular, con el surgimiento de Al Qaeda en Sahel y sus acciones terroristas- militares en Malí, por ejemplo -; que hoy en día está partido en dos, bajo influencias cruzadas y antagónicas sobre todo de Turquía y Rusia; y que potencia en el límite sur de la Unión Europea todo tipo de tráficos ilegales que desestabilizan en particular al sur de Italia, pero también a la parte mediterránea de Francia.
El segundo ejemplo refiere a Siria, durante el segundo mandato de Obama. Los resultados de las movilizaciones de la primavera árabe estuvieron a punto de hacer tambalear el poder de Assad. Pero cualquiera que conociera un poco la situación geográfica de Siria y el papel de sus aliados, debía de saber que Rusia jamás dejaría que se pusiera en tela de juicio la legitimidad y utilización propia de su puerto del Mediterráneo en las costas de ese país.
Cabe aquí una anotación lateral pero importante: de alguna forma, en momentos claves de este siglo XXI la élite que hace la política exterior de EEUU parecería repetir una especie de leit motif hecho del desconocimiento (o derechamente de la omisión analítica) de la Historia, como ocurrió en su momento, por cierto, con los 14 puntos de Wilson que expresamente negaron las especificidades históricas de las descomposiciones de los imperios europeos posteriores a la primera Guerra Mundial. Insisto: cualquiera que conociera algo de la historia de Rusia debía de saber que Moscú jamás dejaría caer a un aliado estratégico tan importante (así como en 2011, cualquiera que conociera de la historia del norte de África sabía de la fuerte regionalización que pesaba sobre Libia y que la dictadura de Gadafi había logrado en algo disimular).
Fue así que, en el teatro de la guerra en Siria, Rusia por un lado e Irán por el otro terminaron involucrándose directamente de forma de velar por sus fuertes intereses respectivos. De nuevo, con su iniciativa que de hecho fomentó la primavera árabe y su promesa de democratización universal (en 2009- 2011), la política exterior de Obama terminaba en un fiasco, que además involucró a casi toda la región (en 2013- 2015).
Además, en 2013 Obama cometió en Siria el peor error posible para un país que pretende mantener un lugar de hegemon mundial creíble. En efecto, fijó una llamada “línea roja” al poder de Assad, que no debía de ser atravesada, so pena de generar una intervención militar directa y decidida de parte de EEUU. El problema es que Assad sí atravesó la “línea roja” en cuestión, vinculada a la utilización de armamento químico, pero Obama… no reaccionó tal como había asegurado que lo haría. Se escudó en una necesaria decisión del Senado de EEUU para llevar a cabo una intervención militar contundente; dejó colgada a la Francia de Hollande, que ya estaba presta a intervenir y que se había tomado en serio el ultimátum del presidente estadounidense a Assad; y terminó dejando que la “línea roja” fuera sólo retórica floja. El golpe a la credibilidad estadounidense, entre aliados y adversarios, fue así terrible.
En definitiva, EEUU mostraba no estar dispuesto a pagar el precio que se debe pagar para ser el hegemon mundial en lo que refiere a costos militares y económicos: se había retirado parcialmente de Irak, dejando una situación de desorden y caos que desestabilizó a toda la región; estaba menguando su presencia también en Afganistán, sin por ello dejar allí planteada una solución política creíble; había acompañado la intervención en Libia, sin generar tampoco una salida que asegurara un nuevo orden interno, y abriendo la puerta a un enorme desorden regional en el África del Sahel; y finalmente, participaba militarmente en Siria, pero sin llegar a cumplir con su palabra en un tema, por lo demás, de principal importancia según los valores que decía defender Obama.
Una de las primeras consecuencias internacionales de este fiasco de EEUU en Siria en 2013, fue que Rusia se permitió sin inconveniente alguno hacerse de Crimea en 2014 – territorio estratégico en el mar Negro y, por cierto, históricamente vinculado a Moscú -, pasando por encima de cualquier norma internacional pero convencido de que ni EEUU ni ninguna otra potencia occidental haría absolutamente nada para impedirlo (algo así había ya ocurrido en Georgia). En el mismo sentido, Corea del Norte prosiguió incólume sus ensayos nucleares, convencida de que no había peligro alguno de una intervención estadounidense más aguerrida en esa península; China inició un proceso de toma de control mayor y progresivo sobre Hong- Kong; y Turquía, luego del intento de golpe de Estado de julio de 2016, que su presidente atribuyó a fuerzas turcas apoyadas por EEUU, optó por un camino estratégico más independiente, que implicó incluso un mayor acercamiento a Rusia (con compra de armamento ruso incluido, a pesar de formar parte de la OTAN) para tratar en conjunto situaciones de interés común, como por ejemplo, el caso sirio (y, hoy en día, la crisis entre Armenia y Azerbaiyán).
En este esquema, la iniciativa de Obama de apoyarse en aliados potentes que pasaran a hacerse cargo con más protagonismo de crisis regionales, sin por ello quitar totalmente a EEUU del medio, tampoco resultó exitosa. Para el caso libio, por ejemplo, ni Italia, ni Francia, ni Reino Unido estuvieron a la altura de las circunstancias: la guerra civil se agravó y, hoy en día, quienes allí terminaron teniendo más protagonismo son Turquía y Rusia.
Pero el ejemplo más relevante en este sentido es la situación en Europa del este y el mezquino papel que termina cumpliendo allí, y en otras áreas de influencia relevantes de esa zona del mundo, la Unión Europea. En definitiva, la política exterior de Obama nunca se enfrentó a la crucial política exterior alemana para esa región. En efecto, en todos esos años la Alemania de Merkel se preocupó por dictar una política económica de Euro fuerte que favoreciera sus competitivas exportaciones y su expansión capitalista en el vasto campo europeo oriental de su influencia, a la vez que debilitó de esta forma al polo mediterráneo de la Unión, formado por Italia, Francia y España. Todo ello, claro está, sustentado en una política de defensa enana que se recostaba fácilmente en el protagonismo militar estadounidense. La Alemania de Merkel se preocupó por fortalecer su economía y por pretender ser hegemónica en Europa en esta dimensión, cuando, en realidad, cualquiera que sepa algo de política exterior tiene claro que no hay potencia real alguna sin dimensión militar fuerte propia.
En vez de exigir eficazmente a Alemania tomar sus responsabilidades de potencia mundial, enmarcadas además en la propia Unión Europea y con el mayor peso militar de Francia en la región, los EEUU de Obama siguieron ocupando un lugar preponderante en la defensa de toda Europa. Incluso más, la protección anti- rusa de marca estadounidense ocupó mayor protagonismo en Polonia y en los países bálticos, haciendo así muy poco creíble el objetivo de afirmar una pequeña poliarquía de potencias regionales que mantuvieran un equilibrio alejado de EEUU.
El bilateralismo con Rusia tampoco tuvo éxito, ya que la política exterior de Obama no resultaba confiable para el nuevo zar que se afirmó en Moscú a partir de 2000. Y el asunto tiene miga: la OTAN ha pretendido extenderse hasta las fronteras mismas de Rusia, y lo ha logrado en la zona báltica. Además, EEUU ha insistido en intentar rodear a Rusia, a través de avanzar a la OTAN hacia Ucrania – que es el real motivo de fondo por el cual Rusia se ha decidido desde 2014 a sostener la guerra de Donbás -.
Finalmente, la iniciativa exterior de Obama de promover una desnuclearización tampoco avanzó bien. Por un lado, no tuvo éxito con Rusia. Por otro lado, el acuerdo con Irán de 2015 no aseguró en el largo plazo que Teherán no vuelva al camino de buscar su propio armamento nuclear, aunque sí liberó prontamente fondos económicos y financieros frescos que facilitaron al poder chií iraní la expansión de su influencia en Medio Oriente por medio incluso de una mayor presencia militar a través de actores sociales, religiosos y políticos aliados en tres escenarios claves: Yemen, Siria y Líbano.
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Con esta herencia internacional es que llega Trump al poder en enero de 2017. Si quitamos del medio algunos malos modales, algunos destemplados mensajes de Twitter y algunos desplantes nada diplomáticos, lo cierto es que se podrá entrever una estrategia clara en la política exterior republicana que, lejos de diferenciarse del diagnóstico de Obama, en realidad lo asume como propio, pero, a la vez, pretende actuar aplicando políticas- instrumentos diferentes.
En efecto, con la política exterior de Trump llega nuevamente al poder el realismo al mando de EEUU. En Afganistán, luego de dar un golpe fuerte en la mesa con un bombardeo masivo y excepcional en intensidad, EEUU se decidió a retirarse de veras de ese escenario lejano y costoso, incluso al precio de ver nuevamente a los talibanes comandando Kabul. En Irak y Siria también el retiro fue radical. Al punto de que, en particular en Siria, tomaron protagonismo potencias regionales – Irán, Turquía, Rusia y su involucramiento militar, e Israel -, y dejó de ser tan sustancial el papel estadounidense.
En la convicción realista de la política exterior, no tiene sentido alguno exponer un tiquismiquis especial por si tal o cual gobierno- interlocutor respeta o no los valores de democracia, libertad o derechos humanos. Es así que lo relevante es acordar sobre la base de la defensa de cada parte de sus intereses nacionales en juego. Por tanto, por ejemplo, se puede intentar un acuerdo bilateral con Corea del Norte. En el mismo sentido, los aliados- potencias regionales son respetados, pero tienen que cumplir con su papel y dejar de lado la mezquindad propia de un tenedor de libros o pequeño contable de pueblo de provincia: ese, y no otro, en definitiva, es el reproche que la política exterior de Trump realizó a la Alemania de Merkel con respecto a la OTAN y al (inexistente) papel de seguridad alemán en Europa del este.
Para el realismo de la administración Trump, sincerar el cuadro de enfrentamientos estratégicos mundiales parecía de orden en 2017, y ya no podía EEUU seguir escondiendo sus responsabilidades en tanto potencia nuclear. ¿Acaso podía Washington dejar abierta la puerta a una posible nuclearización de Irán sobre la base del acuerdo timorato que en este sentido había firmado la administración de Obama, dejando así a merced de la dictadura teocrática chií al gran aliado de EEUU (y gran referente de una buena parte del electorado de Trump) que es Israel (muy bien calificado por el ex –presidente Sanguinetti como “la trinchera de Occidente”)?
Pero más importante aún: ¿acaso era posible seguir admitiendo un desarrollo económico chino forjado sobre la base de la violación de los derechos de propiedad intelectual, el dumping social que potencia sus exportaciones, el tratamiento completamente discriminatorio con relación a las inversiones de capital extranjero en territorio chino, y que todo eso empezara a tener además gravísimas repercusiones en el campo estratégico- militar en Asia del sudeste por causa de un aumento fenomenal del gasto militar chino, y en el campo de la competencia tecnológica de última generación por causa de rivales empresariales chinos que afectan directamente a la industria estadounidense?
Cualquiera que viera, como lo hizo el gobierno de Obama ya en 2011, que el mundo económico internacional estaba obligando a EEUU a potenciar su flanco del Pacífico para atender a los nuevos desafíos que allí se estaban abriendo, debía de considerar el fenomenal auge chino que, sobre todo desde la presidencia de Xi Ping en 2013, empezaba a tomar un cariz muchísimo más activo en la escena internacional.
En efecto, desde al menos 2013 EEUU no está ya más frente a una China preocupada por crecer y desarrollarse internamente, sino que está frente a una China que potencia su marina militar, que extiende sus influencias no solamente en Asia del sudeste, y que empieza a representar realmente una amenaza cierta para principales aliados de EEUU en toda esa región del mundo. En este sentido, están este año los ejemplos de Australia – que ha sufrido fuertes represalias chinas por causa de su posición acerca de la pandemia Covid19 -, y de India – que después de muchos años ha sufrido nuevamente enfrentamientos militares con China en la frontera que separa a los dos países -.
No es que EEUU se haya transformado con Trump en un país aislacionista que prescinde del mundo, como podía llegar a ser el antecedente de los años 1920 posteriores a la no ratificación del tratado de Versalles por parte del Senado estadounidense. En efecto, el acento de la administración Trump es diferente y pasa por atender de manera distinta el doble requerimiento que los intereses nacionales estadounidenses precisan para seguir siendo la primera potencia mundial: lo militar y lo económico, a la vez.
Si lo militar termina transformando la participación bélica estadounidense en fiascos repetidos, en costos inentendibles y carísimos que ponen en tela de juicio la preeminencia misma de todo el sistema capitalista estadounidense, y en soluciones fracasadas para la estabilización de distintas zonas del mundo, la revisión de la política exterior precisará entonces de un decidido retraimiento. Si lo económico precisa atender de verdad un entramado industrial estadounidense que puede llegar a verse francamente debilitado por una competencia definitivamente desigual que, por lo demás, favorece a rivales sistémicos de EEUU en el mundo, la revisión de la política exterior en esa dimensión más económica también deberá ocurrir sin más demora. Y si los aliados importantes de EEUU precisan signos claros de apoyos estratégicos a la vez que están dispuestos a tomar sus responsabilidades, en una suerte de comunidad de valores que hace, en definitiva, a cierta identidad común que podría denominarse Occidente, la revisión de la política exterior tomará las medidas que correspondan sin que tiemble el pulso en el salón oval.
Todos estos principios de acción fueron los que guiaron a los EEUU en su enfrentamiento comercial con China, en su decisión de retirarse del acuerdo con Irán y procurar asfixiarlo financieramente, en su replanteo del papel de la OTAN, en su procura de acuerdos bilaterales de gran potencia con Rusia, y en su apoyo decidido a Israel, por ejemplo. En definitiva, Washington dio golpes reales, propios de una gran potencia, con el fin de reconfigurar situaciones que se estaban yendo de las manos de acuerdo a sus intereses nacionales.
El realismo no cree en buenismos internacionales. El realismo cree en la oposición inevitable de intereses nacionales legítimos, y entiende que la mejor forma de garantizar la estabilidad a todo el sistema internacional es que cada uno exponga sus posiciones y encontrar desde allí acuerdos que reflejen los verdaderos factores de poder que cada país posee. El “America first” se tradujo así, en materia internacional, por un sinceramiento de posicionamientos que dejó de lado toda dimensión moralista de las relaciones exteriores.
Conclusión
Si este es el verdadero legado de los últimos 20 años de política exterior estadounidense, ¿qué énfasis o cambios podrá traer la presidencia de Biden? Señalo tres dimensiones para concluir este ensayo.
En primer lugar, Biden no es ajeno a lo que fueron las dos administraciones de Obama. Esto quiere decir que, más allá de matices entendibles, hay una línea de política exterior que puede entreverse ya con lo que fueron las características decisivas de la presidencia de Obama, y que además forman parte de la vieja manera demócrata- idealista de ver el mundo. Es probable en este sentido que la administración Biden decida una participación más activa, en concreto, en teatros de conflictos militares internacionales que lo que ocurrió durante la administración Trump.
En segundo lugar, es evidente que Biden irá por la reafirmación de un escenario más multilateral. Así lo ha señalado ya, por ejemplo, para lo que es la Organización Mundial de la Salud, o el acuerdo de París sobre el medio ambiente, y puede que esa mayor presencia estadounidense en la dimensión multilateral sea también una forma de evitar dejar ese terreno entregado a la mayor influencia china, como quedó claro, en particular en estos años, en organismos ligados a la ONU.
Empero, en tercer lugar, estas dos dimensiones propias del talante demócrata no podrán sin embargo eludir fácilmente los mojones que ha dejado la administración Trump en materia internacional. Para el caso de Medio Oriente, por ejemplo, es claro que el último gran empuje de acuerdos de países árabes con Israel son un punto alto de una reconfiguración regional que de ninguna manera puede admitir ya una mirada condescendiente con respecto a la teocracia iraní. Para el caso de China, es evidente que se ha sincerado una competencia bilateral profunda que no sólo abarca lo económico- comercial, sino que está teniendo repercusiones militares y estratégicas relevantes que no están cerca de disminuir, además, con la definición de la perspectiva de una presidencia vitalicia de Xi Ping.
Es absolutamente ridículo creer en la idea de que en estos años de administración Trump, EEUU se volvió impredecible en materia internacional, violento, hosco, errático o incapaz de conducir una política que defendiera realmente sus intereses nacionales. En definitiva, las grandes líneas de esos intereses nacionales siguen siendo las mismas desde hace varias décadas, y tanto Obama como Trump procuraron defenderlas, aunque de maneras ciertamente muy distintas y, por cierto, con escenarios diferentes sobre todo en relación al auge chino y sus consecuencias.
Lo más probable, en esta línea de razonamiento, es que Biden ponga naturalmente el acento en un talante más demócrata para conducir la política exterior de su país. Pero, en su esencia, ella no será radicalmente distinta a la que llevó adelante Trump en estos años. (Extramuros)
Francisco Faig