El rumor se esparce y las señales visibles parecen mostrar un esfuerzo serio. Las operaciones para hacerlo viable se hacen evidentes: el Gobierno y la oposición, unidos en la gloria y en la muerte, están preparando un acuerdo político para cerrar la crisis actual. ‘Dicen’ que faltan diez días, aunque, como dijo el general, ‘hay una meta, pero no plazos’, porque con la catástrofe del norte se juega un partido distinto. Tampoco es que está fácil, entre los nuevos antecedentes y la fragmentación de la elite, las condiciones no son, lo que se dice, propicias. Pero la búsqueda del pacto avanza, aunque Novoa casi lo arruine hablando de él por la prensa. Se transita así del “sabemos que no podemos reeditar el 2006” (la foto, usted sabe, esa foto) al “tenemos que volver a los acuerdos”. Esto es lo que se suele conocer como la solución institucional. Dice la leyenda, salida de La Moneda, que fue la derecha la que se acercó a Palacio, preocupada por la potencial crisis del presidencialismo. Dice la leyenda que la derecha está dispuesta a un gran acto sacrificial de cuerpos y nombres, un momento ritual para permitir la necesidad de devorar los males que exige la sociedad. Una especie de exorcismo de sus propios demonios. Dice la leyenda que el Gobierno tendría que entregar algunos cuerpos también, que no se debe ver impunidad y que el empate es el padre de familia de los acuerdos.
Dice la leyenda que en una reunión del Gobierno con los canales se acordó que la televisión debe alejarse de los tribunales y no dar alimento a los fiscales (y el norte les ha permitido hacerlo sin notoria imprudencia). Y que los periódicos, bueno, los periódicos deben hacer lo que hacen siempre en la historia de Chile (servir al orden, como si fueran fuerzas policiacas). Eso dice la leyenda. Pero no me interesa la leyenda, sino las preguntas que la procuran. Y la premisa fundamental es que todavía es viable una salida por la vía de las instituciones. Pues bien, esta columna examina dicha posibilidad.
¿Es posible una salida institucional? ¿Es posible evitar que se tenga que patear el tablero del proceso transicional? ¿Es viable no tener que transitar por las rutas de la Asamblea Constituyente? El examen es relevante. La mayor parte de los lectores, gente informada, sabrá que he declarado con cierta intensidad mi preferencia por el opiáceo ejercicio de dicha asamblea. Pero no me interesa que mis columnas examinen mis deseos (ya hay demasiadas del estilo). De hecho, se podría decir que me interesa comprender lo contrario: evaluar la viabilidad de la salida negociada, visualizar la opción de no patear el tablero, de evitar la visión ‘refundacional’ y de suprimir las hipótesis de un retorno de la soberanía al pueblo. Si se quiere decir de otro modo, la pregunta planteada se traduce en: ¿existen recursos utilizables por lo que El Mostrador llama “el partido del orden” para evitar la asamblea constituyente? ¿Qué recursos se podrían movilizar para la ‘salida institucional’ de la crisis? Hoy ya sabemos (el mismo medio lo publicó ayer) que Lagos es la apuesta del grupo conservador. Pero ni siquiera vale la pena preguntarse si eso es suficiente: definitivamente no.
El ejercicio de evaluar la salida ‘institucional’ (en rigor, la negociación de los pactos principales de la transición) se debe fundamentar en la pregunta por la probabilidad de que ese pacto sea capaz de tres cosas: restituir un vínculo positivo (cualquiera sea él, ni siquiera digo que haya confianza) entre la elite política y la ciudadanía, romper la creencia de la impunidad de las elites y procesar el malestar existente permitiendo, al menos, su elaboración. Es decir, dado que la transición termina bajo la sensación de abuso, es imprescindible (para la salida institucional) que la ciudadanía piense de pronto que ese juicio es exagerado o que asuma que hay en curso un proceso de reparación de ello. El tiempo para lo primero ya expiró. Solo queda la alternativa de la reparación.
Esto es una columna y no puedo hacer el largo ejercicio de ilustrar a usted todos los escenarios potenciales de la situación que la elite podría intentar. Lo que puedo decir es que he examinado muchos de ellos. Pondré algunos ejemplos: los chilenos consideran que la prisión preventiva de los ‘peces gordos’ de Penta es esporádica y que volverán a triunfar los mañosos poderes de la elite. Si ese vaticinio no se cumple, esto es, si su pena es larga, sería pensable que la solución institucional esté más cerca. Sin embargo, la pregunta que debe hacerse es: ¿es la historia de Penta del tamaño del malestar existente? ¿Resuelve un conjunto de aspectos que subyacen al malestar? La verdad, no. Penta es emblemático, por supuesto. Y es un gran terremoto, por cierto. Pero no tiene la profundidad geológica que configura el malestar con la política y los negocios en Chile. Pero también está la opción de que caigan a prisión permanente los ya procesados, pero además algunos políticos. Pues bien, en ese caso habrá una sensación de alivio y se tratará de un momento histórico. Pero esta crisis es algo más que el malestar con los privilegios del dinero y con la traición de la política. Es también la rabia por una apuesta que el país hizo (el modelo), es también la decepción frente a promesas del rol de la empresa en el desarrollo y es el dolor de haber aceptado, sin mucha dignidad, algo que parecía positivo en lo pragmático (por ejemplo, las privatizaciones), aunque era inmoral. Y eso mismo, hoy, se revela no solo asqueroso (que se sabía), sino para colmo inútil (que jamás se imaginó).
El caso Penta, el caso Caval, y el fracaso de la elite para administrar este ciclo, son todos datos que sugieren un procesamiento del ciclo de impugnación. Es decir, con estos casos se explicita la crisis, pero al mismo tiempo comienza el punto de superación de ella (aunque esto no implica que se logre). El concepto de crisis original, en Grecia, implica el requerimiento de la decisión, ya que la crisis se asocia a la comprensión por parte de los propios actores respecto a los males que les aquejan. Como Edipo, que se saca los ojos al reconocer la situación en la que por años se halló, hoy la elite chilena se saca los ojos existencialmente, pero también les saca los ojos a los demás, con menos elegancia que Edipo, luchando por el esfuerzo de la ceguera total de todos ellos.
Pero el enorme caudal de malestar existente no ha sido combustionado suficientemente por estos casos. Para cumplir los tres requisitos de la solución institucional se requiere algo diferente. Hoy no hay más vínculo entre ciudadanía e instituciones que la Fiscalía (cosa que está atacando los nervios de varios), hoy la sensación de que los poderosos serán castigados está en duda (SQM está siendo emblemático) y hoy el procesamiento del malestar históricamente acumulado durante la dictadura y la transición no ha sido posibilitado. A este último aspecto es donde apuntan quienes sostienen la tesis de la Asamblea Constituyente, palabra prohibida en Palacio y en la derecha.
¿Y entonces? ¿Cómo se puede defender la institucionalidad? ¿Cómo podría la historia reciente develarse como una etapa que, con errores, ha limpiado sus heridas? ¿Qué puede hacer la elite para que esta crisis no se siga profundizando y la arrastre a ese lugar humillante que es la irrelevancia? ¿Qué se puede hacer para evitar que los símbolos del pasado glorioso de la transición dejen de desfilar por tribunales?
En mi examen he vislumbrado un escenario. Es lamentable para mis intenciones, pero la salida institucional a la crisis existe. La he llamado “la solución Ponce Lerou”. Y es que dicho empresario, principal actor empresarial de SQM, representa el conjunto de malestares que acechan a los chilenos. Es él el emblema de los demonios que deben exorcizarse, suma él todos los rasgos que han configurado desde hace décadas la acumulación de malestar. Ponce Lerou es el nepotismo, antes que Dávalos y en proporciones bíblicas. Ponce Lerou es el proceso de privatizaciones y su insólita impunidad. Ponce Lerou es la dictadura. Ponce Lerou es la transición. Ponce Lerou es el fraude al fisco. Ponce Lerou es la estafa a las AFPs y es, para colmo, el uso de ellas para hacerse rico. Ponce Lerou es el soborno. Ponce Lerou es el financiamiento ilegal de la política. Ponce Lerou es el escándalo financiero. Ponce Lerou es el enriquecimiento ilícito, es el funcionario de gobierno que aprovechó sus posiciones en Corfo, Conaf, Enami, Endesa, Soquimich y Compañía de Teléfonos, para terminar convirtiendo sus salarios de funcionario en una fortuna de US$2.300 millones (según Forbes), sexta fortuna del país al día de hoy. Ponce Lerou es la política enferma que se dedica a servir al empresariado. Y fue así como, por años, sus oficinas se transformaron en el directorio del país y cada semana desfilaban los políticos de todos los partidos con representación para hacer carne esa alianza público-privada que hoy está en tela de juicio (de lo que debiera enterarse Lagos).
La conversión de Ponce Lerou de funcionario a empresario capaz de tomar posiciones en el nuevo escenario político lo elevaron a una nueva categoría, transformándose en un importante actor político desde las sombras. Algunos (como el abogado Mauricio Daza) han descrito su estrategia como una red de protección donde destacan Hernán Büchi, Cristián Leay, Osvaldo Puccio, Alejandro Ferreiro, Pablo Barahona y Enrique Correa. Es evidente que dichos nombres operan como red de protección, pero son también el fértil valle por donde los intereses de Ponce Lerou pudieron germinar luego de su ilegítima siembra. Si es cierto que las semillas las dio la dictadura (y Pinochet como actor principal), el fertilizante lo puso la transición (y la Concertación como protagonista). Y Ponce Lerou, el yerno de Pinochet, el hombre que le debe la riqueza al dictador, tuvo de su lado la traición al pasado (a su pasado) de muchos nombres de la Concertación, que vieron con buenos ojos introducirse en la ignominia de aceptar prebendas de quien representa las prácticas (que padecieron) de la familia dictatorial.
Ponce Lerou representa, entonces, tanto el malestar con la dictadura como el malestar con la transición; es el símbolo de una política corrompida y de una economía sostenida en la traición política. Para los chilenos Ponce Lerou es Pinochet y la Concertación, es Büchi y Rossi, Barahona y Ferreiro, Libertad y Desarrollo junto a Chile 21. Ponce Lerou se acercó al mundo de Longueira, de Novoa y de Enrique Correa. Hoy se publican nuevos nombres cada día y sus turbias aguas bañan las playas de Eguiluz en Renovación Nacional (ex vicepresidente) o de Gutenberg Martínez en la Democracia Cristiana (factótum de la nueva directiva). El abogado de SQM fue del PPD y hay quienes (Tomás Mosciatti, por ejemplo) lo vinculan al girardismo. Se podría seguir sumando y pasar revista a Pablo Zalaquett y a la suma de funcionarios de La Moneda, de todos los gobiernos y colores, de congresistas y ex congresistas, con quienes SQM y Ponce Lerou han forjado sus relaciones. Además sus manos podrían haber llegado fuera del binominal, según recientes e incompletas denuncias. E incluso el financiamiento arribó a grupos de política universitaria de la derecha de la UC. Y es que Ponce Lerou es pura contaminación, es un alud de materiales descompuestos, es todo el percolado de esa historia que nos mostraron como un paraíso y que era un basural.
De este diagnóstico emana lo que hemos llamado la ‘solución Ponce Lerou’. Es simple. Todo el sistema político puede expiar sus culpas y dar una demostración de reparación si a la suma de nombres menores y mayores que serán arrojados al volcán de la justicia, se agrega el de Julio Ponce Lerou. Imagine a Julio Ponce Lerou juzgado, imagine los recuerdos de tantas generaciones, imagine la sorpresa democratizadora de millones de chilenos. Imagine que transita al presidio.
Nadie podría decir entonces que hay impunidad en Chile, pues toda la red de protección habría sido superada por instituciones autónomas. Sería además evidente que la ciudadanía habría forjado un vínculo con las instituciones. Y su sanción se haría cargo, sirviendo de procesamiento simbólico y real, de la deuda con la sociedad de la familia Pinochet, de la Concertación y de las persistencias de dichas prácticas en la Nueva Mayoría. Es así como, para arrojar al pozo de la vergüenza todos los males del sistema político, hay un nombre que lo resume todo: Julio Ponce Lerou. Es el nombre por el que clama el volcán. Gracias a él, a su sacrificio, a la entrega de su cuerpo a las fauces de la justicia, todo el sistema político podría volver a tener oxígeno. Es la solución final, el único camino que ahorra ese (para ellos) espantoso trance que hoy la elite comienza a vivir: sumirse en la irrelevancia hasta que sea desplazada por la evidencia de sus malos olores.
Hay un juicio en tribunales donde Ponce Lerou está siendo investigado. Su capacidad para evitar que Contesse sea su Hugo Bravo podría salvarlo. Pero hay un juicio en la sociedad donde toda la sociedad formaliza sin jueces ni fiscales a la elite política y económica. Y los políticos no quieren ser condenados. Un día, más temprano o más tarde, quizás comprendan que todavía hay una salida. Y esta vez pronunciarán el nombre de Julio Ponce Lerou, como tantas veces, pero esta vez no para bendecir su dinero, sino para entregarlo a la justicia.(El Mostrador)