Una de las preguntas esenciales de la política es por qué debemos obedecer a la ley y no podemos vivir como queramos. Desde hace siglos, diversos pensadores han fundado nuestra obligación de obedecer a la ley en un acuerdo hipotético entre humanos para dar origen al poder político. Es el llamado “contrato social”, que no necesariamente ocurrió, pero podría o quizás debiera haber ocurrido.
Ya en el siglo XVII, John Locke se preguntaba qué ocurría cuando el consentimiento con el pacto originario no era explícito. Planteaba que la obligación de someterse a la ley surgía del “disfrute de (…) los dominios de un gobierno” (¿lo que hoy llamaríamos bienes públicos?). Decía Locke, además, que siempre estaba la opción de acordar con otras personas fundar un nuevo Estado en algún terreno vacío.
Como sea, el hecho es que en los estados que funcionan bien, las personas típicamente no solo se sienten obligadas a cumplir la ley, sino que creen que es incorrecto no hacerlo. La relación entre Derecho y moral es peliaguda y excede el alcance de estas líneas, pero idealmente para las personas la moralidad suele ir más allá de lo que exige la ley, pero la incluye.
¿Cómo es la relación entre la ley y lo que se considera correcto en países que están llenos de distorsiones? Pensemos en el caso argentino: la política macroeconómica es caótica y el tipo de cambio está fijo en un nivel inadecuado, dando lugar a un mercado negro de dólares. El arbitraje es tentador y la política subyacente tan absurda que cuesta encontrar personas que vean algo incorrecto en cambiar dólares de forma ilegal. El daño no es solo para quienes deben recibir pesos al doble de lo que valen, sino también para el concepto de ley: una vez que hay una ley que día a día, abiertamente, no cumplimos, ¿por qué habríamos de cumplir las demás? ¿Por qué no podemos vivir como queramos?
Esta suerte de desacople entre ley y moral no solo hace al Derecho perder eficacia, sino que pone al contrato social bajo tela de juicio. Cuando ya no se da por sentado que estamos sometidos a la ley, la vida corre el riesgo de convertirse, diría Hobbes, en “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
¿Será que en Chile hemos estado avanzando hacia una mayor disociación de ley y moral? Primero, el estallido: se transgredió duraderamente el orden público y se deslegitimaron el gobierno y sus fuerzas de orden. La ciudad se llenó entonces de autos ruidosos que no respetaban regla alguna y que —vaya símbolo— andaban sin patente. Luego vino la pandemia y abundaron las reglas absurdas, como permisos para comprar pan y horarios para correr. Me cuesta pensar en personas que no hayan violado la ley por esos días; cientos de miles de ciudadanos que hasta entonces habían sido ejemplares se vieron (casi) en la obligación de funcionar al margen de la ley. ¿Habrá contribuido esto a mermar la idea de que la ley hay que cumplirla? En 2021 el 59% de la población creía que las leyes deben obedecerse siempre (CEP); es aún una mayoría, pero sería delicado que dejara de serlo.
Asolados ahora por un problema de seguridad con nuevos ribetes cada día, es aún más importante que violar la ley sea considerado inmoral. A fin de cuentas, si este Estado no nos funciona, ya no quedan terrenos vacíos donde se pueda fundar otro. (El Mercurio)
Loreto Cox