Durante los últimos 40 años, Chile ha experimentado una profunda transformación económica y social, de la mano de un modelo de desarrollo que privilegia la libertad y el emprendimiento por sobre el impulso del Estado para generar crecimiento, riqueza y bienestar. Lo anterior ha sido acompañado de un manejo responsable de las finanzas públicas, una conducción autónoma de la política monetaria y una regulación prudencial que convirtió al sistema financiero nacional en uno de los más sólidos del mundo.
Sin embargo, y aunque resulte paradójico, no hemos logrado que este entorno de estabilidad macroeconómica se traduzca en un crecimiento económico dinámico o incluso cercano al de otras economías comparables con la nuestra. Así, entre 1980 y 2016 nuestro país creció a un ritmo promedio anual de 4,5%, por debajo de lo observado en Irlanda (4,7%), Corea (6,2%) o China (9,7%). Más aún, durante los últimos cuatro años la capacidad de crecimiento económico se ha deteriorado significativamente, para alcanzar un promedio de 1,8% en dicho periodo.
Lo anterior ha limitado las posibilidades de mejorar el bienestar para las familias chilenas. ¿Por qué no hemos logrado crecer de manera sostenida? Sin olvidar los efectos de los ciclos económicos internacionales y la incertidumbre regulatoria que ha afectado gravemente la inversión bajo la actual administración, la evidencia apunta a que el bajo dinamismo económico es resultado de la modesta expansión de la productividad, que dicho sea de paso se ve afectada por la incertidumbre regulatoria.
Entre 1990 y 1999, la productividad de la economía creció a un ritmo anual de 2,1%, sin embargo desde ese año y hasta ahora, el ritmo de expansión promedio anual de la productividad es de apenas 0,3%, según cifras de la Comisión Nacional de Productividad.
Existen múltiples causas que explican lo anterior. Por una parte, los recursos que destinamos a la innovación y al desarrollo tecnológico representan alrededor de medio punto del PIB, cuando en los países de la OCDE estos equivalen a aproximadamente 2% del PIB. Por otro lado, aunque nuestro país ha mostrado avances importantes en la materia, nuestra estrecha matriz productiva centrada en recursos naturales limita el surgimiento de nuevas actividades y exportaciones con mayor valor agregado, al tiempo que la apertura comercial y la agenda de reformas liberalizadoras de los años 80 parecen haber entrado en una etapa de rendimientos decrecientes.
Bajo la administración del presidente Piñera, se lanzó la llamada Agenda de Impulso Competitivo, un paquete de 100 medidas concretas que buscaban remover trabas burocráticas y regulatorias para incentivar el emprendimiento y la productividad de la economía.
La actual administración ha hecho muy poco para continuar esta tarea, donde sólo destaca la instrucción que obliga a los ministerios a incluir en sus proyectos de ley un informe que analice y evalúe su potencial impacto en productividad, aunque corre el riesgo de ser sólo letra muerta si no es reforzada con mecanismos de seguimiento, evaluación y rendición de cuentas que nos permitan hacer los ajustes necesarios y corregir el rumbo de las políticas públicas en caso de que éstas no tengan los resultados esperados. (DF)
Gustavo Díaz, Instituto Libertad