Provisión privada y Estado social de derecho

Provisión privada y Estado social de derecho

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Una de las principales controversias del nuevo proceso constituyente promete ser el de la naturaleza de la provisión que los privados pueden hacer de los derechos sociales. Ya se han dejado oír interpretaciones que sostienen que dicha participación, en virtud del concepto mismo de “Estado social de derecho”, no puede tener lugar en y a través del mercado. Suponer lo contrario equivaldría, dicen, a contravenir las bases del acuerdo, permitir la mercantilización de los derechos sociales —o más crudamente, el “lucro”— y, en fin, a recaer en la subsidiariedad.

La discusión acerca de la subsidiariedad ha estado plagada de falsedades y caricaturas, tanto por lo que toca a su concepto en general, como por lo que toca a su aplicación aquí en Chile en particular. Pero dejemos todo eso a un lado. Detengámonos en el asunto de fondo, que evidentemente no es el de la definición de “Estado social de derecho” o “subsidiariedad”.

¿Por qué sería injusto, o de algún modo inapropiado, que los bienes en que consisten los derechos sociales se oferten en el mercado? ¿Por qué lo sería si, además, existe una provisión pública total o parcialmente gratuita (como de hecho actualmente ocurre)?

La idea de descomodificar (o desmercantilizar) totalmente la provisión de los derechos sociales es mala por varias razones. Una sencilla y rápida es que sabemos, por la teoría económica, que al impedir o estorbar la oferta de un bien en un mercado, su disponibilidad disminuirá. De hecho, de cara al aumento de esa disponibilidad (así como de su calidad), es mejor que existan múltiples ofertantes, que compitan entre sí. Cualquier persona juiciosa —comisionado, consejero o simple ciudadano— debería tener esto en cuenta.

Pero aun cuando ese no fuera el caso, prohibir o entorpecer la oferta en el mercado de bienes sociales es injusto, porque con ello se dificulta a las personas obrar y tomar decisiones independientes, encaminadas a mejorar su propia vida. ¿Pueden hacer las personas algo por mejorar sus vidas o en justicia les es necesario, respecto de estos bienes, esperar que otro lo haga por ellas? Imaginemos que se dicta una ley que prohíbe a las personas huir de un incendio mientras no lleguen los bomberos a rescatarlas. Si este ejemplo —dramático, lo admito— es injusto, ¿por qué no lo es, ya no prohibir, sino tan solo dificultar a las personas procurarse bienes sociales en el mercado?

Esto nos lleva a otro problema: ¿Cómo se supone que funcionaría un sistema de provisión puramente “público” de bienes sociales? Dado que el contenido de los derechos sociales cubre salud, educación, pensiones y vivienda, ¿debemos entender que la provisión estatal de dichos bienes coexistirá con, por ejemplo, inmobiliarias sin fines de lucro y AFP sin fines de lucro? ¿O que, pese a todo, sí podrán seguir existiendo empresas inmobiliarias, aseguradores de fondos de pensiones, colegios particulares pagados, etcétera?

Los partidarios de la descomodificación total —y no parcial, como ocurre en la subsidiariedad— esperan que, por medio de esa descomodificación, los ciudadanos puedan participar en condiciones de igualdad y reconocerse mutuamente de modo pleno como tales. Sin embargo, esto también es improbable. Si todo el sistema educacional llegara a ser como el Instituto Nacional (el actual, no el de otrora, por desgracia) —cosa que, por lo visto, no puede descartarse—, no sería el caso que los ricos (suponiendo que quedara alguno) clamaran porque les subieran los impuestos para así mejorar la educación de sus propios hijos (e indirectamente, la de los hijos de otros); simplemente, pondrían a sus hijos en clases particulares o los enviarían a estudiar al extranjero. Así, en lugar de una sociedad más igualitaria, inclusiva y cohesionada, tendríamos una sociedad más segregada, desigualitaria y desinteresada en el destino del prójimo. Sería, eso sí, en el papel, más solidaria.

A la idea de que deben descomodificarse totalmente los bienes sociales subyace una representación de las cosas, según la cual quien oferta un bien en el mercado no ofrece una oportunidad a otros, sino que los perjudica, ya sea que se trate de un perjuicio individual o sistémico. Solo si esta concepción fuera cierta —y no lo es— tendría sentido impedir o dificultar la oferta de ciertos bienes particularmente importantes en el mercado, como los derechos sociales. Pero como no lo es, haríamos muy bien desechándola. De modo definitivo. Ya le hemos prestado oídos por demasiado tiempo. (El Mercurio)

Felipe Schwember
Faro UDD