Pero más allá de este episodio, ¿tiene sentido que exista la Enami? ¿Es viable con su modelo actual?
Y en términos más generales, ¿debe Chile tener más fundiciones (y refinerías)? ¿Tienen algún valor público que justifique una intervención estatal para hacerlas viables?
¿Qué hacen las fundiciones y refinerías? En simple, convierten concentrado —un polvo seco con algo más de 25% de cobre— en cátodos —planchas de cobre con una pureza del 99,99%—. Y lo hacen en dos etapas: en la fundición se procesa el concentrado para separar el cobre de los otros materiales y obtener ánodos (planchas de cobre, pero menos puro); y luego en la refinería estos se convierten a cátodos.
En el mundo, los cátodos y los concentrados se pueden vender en mercados profundos: Chile exporta algo más de la mitad del cobre como concentrado y el resto como cátodos.
¿Qué hace la Enami? En esencia, dos cosas. La primera es comprar a los pequeños mineros su mineral (las rocas que sacan del cerro) y convertirlo directo a cátodos (cuando el mineral son óxidos) o a concentrados (cuando son súlfuros). Esas conversiones son difíciles de hacer para un pequeño minero, porque requieren escalas e inversiones que suelen estar fuera de su alcance.
Ese primer rol, la Enami lo podría cumplir mejor: las condiciones comerciales y financieras de las compras son a ratos demasiado favorables para los mineros pequeños; a veces los pequeños tienen patrimonios grandes; algunos medianos se disfrazan de pequeños para tener beneficios; los stocks no siempre se gestionan bien; los riesgos de captura y corrupción son altos, y un largo etcétera.
Pero, en principio —con ajustes y una estructura liviana—, es defendible que el Estado apoye a los pequeños mineros dando a sus minerales acceso al mercado: la actividad emplea mucha gente en varias zonas y sin ese apoyo sería más informal e insegura.
Lo que no tiene justificación es el segundo rol de la Enami: operar una fundición. ¿Por qué? La principal razón es que no es necesaria para apoyar a los pequeños mineros a acceder al mercado, que debe ser el norte de la Enami. En vez de fundirlos, basta que la Enami venda los concentrados de esos mineros a un tercero. Así lo hacen por lo demás buena parte de las grandes mineras privadas, porque el costo de operar una fundición es entre tres y cinco veces más alto en Chile que en China.
Que Enami opere una fundición no tiene sentido además porque sobre el 80% del concentrado que fundía en Paipote (con enormes pérdidas de plata pública) era de mineros “medianos” (comparados con Codelco o la Escondida, pero con negocios de muchos millones de dólares). Esas empresas no necesitan ayuda estatal.
Hacer otra fundición en Paipote es una pésima idea también porque el mercado global de fundiciones tiene sobrecapacidad, y porque para ser eficiente, una fundición necesita sobre un millón de toneladas anuales de concentrado que no hay en la zona de Copiapó.
Más allá de la Enami, hay quienes defienden construir fundiciones en Chile porque China compra cerca del 60% del concentrado del mundo, lo que le daría poder para extraer valor a los mineros que lo producen. Pero ese argumento es muy débil para sustentar una inversión de sobre mil millones de dólares. Primero, porque los precios por fundir y refinar no han tendido al alza desde que China empezó a ganar participación en el mercado de concentrados. Segundo, porque los mineros que lo producen no parecen ver ese riesgo (si no, estarían construyendo fundiciones). Y, tercero, porque incluso si ese riesgo existiera, no es claro por qué deberíamos lidiar con él gastando plata pública, cuando los que perderían en caso de materializarse son empresas privadas.
Otro argumento es que deberíamos tener fundiciones para agregar más valor a nuestro cobre. Pero agregar valor físico —en este caso, convertir concentrado en cátodos— no es algo deseable per se. Transformar polvo de cobre en planchas de cobre perdiendo plata, como hacen hoy casi todas las fundiciones en Chile, no tiene lógica. Salvo, claro, para los pocos actores privados (o públicos) que reciben recursos (o votos o favores políticos) en el proceso.
Otros dicen que debemos construir fundiciones por la huella de carbono de transportar concentrados. Pero no es evidente que ese costo compense el esfuerzo de fundir en Chile. Y tampoco es claro que valga la pena esa inversión, porque la industria naviera se va a descarbonizar también, bajando las emisiones del transporte.
Por último —se dan otros argumentos, pero estos son los centrales—, su control sobre el procesamiento de cobre daría a China poder geopolítico: el cobre es esencial en la construcción, la electrónica y para descarbonizar el mundo. Puede ser. Pero no hay que confundir un problema geopolítico global —que es fuente de preocupación en EE.UU., la EU, Japón y otros compradores de cobre— con el interés nacional de Chile, que no parece en este caso estar comprometido, ni justificar por ello una intervención pública.
Si algún privado quiere construir una fundición en Chile, bienvenido, pero sin subsidio estatal. Y Enami debería enfocarse en cumplir bien su rol de apoyo a la pequeña minería; cambiar su obsoleto gobierno corporativo (donde, entre otras cosas, las contrapartes comerciales de la Enami están representados a través de la Sonami, generando constantes conflictos de interés), y transferir al fisco su participación de 10% en Quebrada Blanca, que puede costar varios cientos de millones de dólares: todos dormiríamos más tranquilos si esos recursos públicos estuvieran resguardados en Teatinos 120. (El Mercurio)