El invocar que Chile tiene un Estado laico es, hoy por hoy, una verdadera muletilla en la jerga política. Cuando quienes se oponen a determinados proyectos de leyes, por considerarlos contrario a valores esenciales de la vida humana o de la convicencia cívica, inmediatamente viene el reproche: “Ustedes no pueden imponer sus creencias religiosas; si las tienen practíquenlas en privado”. Si obispos, religiosas o pastores ingresan a la esfera pública para oponerse a tal o cual política pública, inmediatamente se repite el mantra: “Las iglesias están violando la laicidad del Estado”. Si un político es preguntado porqué apoya tal o cual proyecto de ley, que va en contra de la doctrina de la congregación religiosa a la que pertenece, se defiende diciendo: “Chile es un Estado laico”. Y como si con eso bastara, guarda silencio. Nada más hay que agregar. Al final del camino se llega cuando se exige acabar con las acciones de gracias en festividades patrióticas, derogar los feriados confesionales, eliminar las clases de religión en los colegios estatales o no instalar el muy inocente pesebre dentro de un cualquier edificio público.
Es parte de la democracia contemporánea que el Estado esté separado de la Iglesia. Cierto. Es de la esencia de las libertades civiles que el Estado no puede imponer coactivamente creencia alguna ( Las religiosas y también las de ideologías densas o filosofías omnicomprensivas como la experiencia totalitaria nos enseña). Para garantizar una convivencia justa y pacífica se debe respetar la libertad de culto de todas las iglesias, sin injerencia estatal indebida. Totalmente cierto. Pero, hasta aquí hemos hablado de la laicidad negativa. Es decir, bastaría con que el Estado no violente las conciencias de sus miembros para que este sea laico. Pues bien, esta concepción ya no es posible de sostener en el mundo judeocristiano, donde se le invoca. La globalización y la inmigración han renovado el espíritu religioso y surgen intensas relaciones entre distintas religiones, incluso en los países en los cuales la laicidad del Estado era rasgo central de su identidad. El dilema colaboración o intolerancia se toma la agenda pública. ¿Y para cooperar no se debe respetar al otro partiendo por conocerlo? Por otro lado, las chilenas y chilenos lo sabemos bien, debates como la despenalización del aborto o de la eutanasia, legalización del matrimonio entre personas de mismo sexo o la aceptación de práticas de biogenética más agresivas hace imposible que las religiones se queden confinadas al ámbito de las conciencias individuales o de las prácticas privadas. Las religiones toman la palabra y hablan para persuadir y contar con políticas acordes con lo que consideran éticamente fundamental. ¿Es posible contener esta voz religiosa? ¿Es democrático hacerlo?
Demos un paso más allá. Hasta aquí hemos hablado de lo que no puede hacer el Estado. ¿Se agota ahí la relación entre las insituciones políticas y las religiones? No lo creemos así. Pues de lo que se trata es que la sociedad democrática respete y garantice la libertad de conciencia. Pero, lo sabemos bien, no basta con que el Estado no intervenga para que esté garantizada, por ejemplo, la libertad de educación. Por el contrario, si un pueblo considera que dicha libertad es positiva para el desarrollo de la buena vida social debe proveer de los medios para que ella subsista y se expanda hasta donde los particulares que la apoyan quieran. Otro ejemplo que ha sido objeto de polémica. Si dos millones de personas quieren anualmente expresar su devoción por la Virgen María, el declarar el ocho de diciembre como feriado nacional es una forma activa de garantizar la libertad religiosa. Si un joven judío sostiene que no puede dar una prueba el día del Shabat, una universidad laica, pluralista y tolerante debiera otorgarle las facilidades para que la dé en otra fecha. Si el mundo evangélico quiere honrar en profundida, cosa que requiere tiempo y tranquilidad, al fundador de la reforma protestante, se le pueden legítimanete dar facilidades para que durante un día honren a Martin Lutero. ¿Por qué? Por el respeto activo de la libertad de conciencia. Es la laicidad positiva, esa que gobierna a un Estado que garantiza activamente la expresión pública de las religiones, sin tener un prejuicio en contra de ellas.
La laicidad positiva se expande en tiempos en la individuación, el pluralismo y la globalización ponen en tensión la cohesión socio-cultural de un pueblo. En efecto, está en el interés de los Estados el facilitar prácticas y costumbres religiosas que tienen estrecho vínculo con la identidad nacional y que la refuerzan en el marco del pluralismo. Eso es lo que se esconde tras los tedeums, festividades religiosas o en el nombre de calles, monumentos, edificios e incluso ciudades. Unas y otros nos recuerdan orígines e historia que debemos conocer emotiva, ilustra y críticamente para saber quienes somos y hacia donde nos dirigimos. Aún más, valores como la igualdad, la libertad y la fraternidad occindentales son mucho menos posibles de entender sin remitir a los valores judeocristianos. Como nos lo ha recordado el Dr. en Filosofía Tomás Scherz, el mejor sistema educacional del mundo tiene a la clase de religión como obligatoria. En Finlandia, como en Alemania, y una decena más de países europeos, es imperativo el que sus niñas y niños conozcan las religiones, en especial la mayoritaria que fundamenta los orígenes de su país. ¿Por qué? Por que así y sólo así conocen su identidad, aprenden a ser tolerantes conociendo al otro y se desarrolla su espíritu, cuyo cultivo no podemos reducir a las matemáticas, las ciencias o la lectoescritura.
Quien, para rechazar el ingreso público de determinadas opiniones y posiciones religiosas, golpea la mesa con la palma de la mano invocando el Estado laico, no cierra el debate, lo abre. La laicidad estatal no puede ser utilizada como mantra religioso.
Soledad Alvear-Sergio Micco