La campaña electoral en curso tiene poco o nada que ver con los ajetreos constitucionales. De hecho, los candidatos a los 50 puestos del Consejo Constitucional se esfuerzan por sintonizar con las preocupaciones concretas de la población, en primer lugar la delincuencia, las cuales están lejos de los debates de la Comisión Experta. Así, la elección del 7 de mayo estará condicionada por las urgencias de hoy y constituirá, por lo tanto, un pronunciamiento ciudadano respecto del rumbo que lleva el país y, lógicamente, sobre el gobierno del Presidente Boric.
No se sabe qué cuentas sacaron el mandatario y su coalición para, sin darse un respiro después de la derrota en el plebiscito, haberse embarcado en un nuevo proceso constituyente, que incluía una elección que difícilmente podía serles favorable. Con un mínimo realismo, pudieron haber frenado la compulsión por “el gran cambio” y haber dejado en manos del Congreso el debate constitucional, pero no lo hicieron. Al parecer, fue determinante el deseo de dejar atrás el bochorno sufrido. Primó, sin duda, la voluntad de Boric de tapar la derrota, pero influyó también el empeño del PS y el PPD por dar vuelta una página que no los enorgullecía: el respaldo a un proyecto de Constitución que trozaba a Chile en varias nacionalidades.
El bloque gobernante desdeñó el resultado del plebiscito, en lugar de estudiarlo, menospreció a los votantes del Rechazo, en vez de analizar sus razones. Ello le impidió darse cuenta de que la votación contra el proyecto de Constitución avalado por La Moneda no era circunstancial, sino representativa de un intenso deseo de orden y seguridad, de apego a la democracia, de oposición a los cambios que implican desarticular la vida nacional y, sobre todo, de rechazo a la violencia.
Hoy es más claro el nexo entre la barbarie de 2019 y todo lo que sobrevino. Muchas personas que entonces pudieron confundirse, ahora comprenden la naturaleza antisocial y antidemocrática de la revuelta. Incluso la palabra “octubrismo” ya quedó asociada con el furor destructivo. Gradualmente, se van despejando algunos equívocos. Por ejemplo, no es políticamente gratuito seguir describiendo los actos de bandolerismo y terrorismo en La Araucanía como expresiones de un supuesto conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche, como sostenían con ardor numerosos parlamentarios izquierdistas que hoy ponen cara de inocentes.
Muchos de los desatinos de los partidos oficialistas se explican porque les ha costado reconocer el país real. No era el de octubre de 2019, cuando creyeron que el fuego alumbraba el porvenir; ni tampoco el de julio de 2020, cuando la euforia refundacional estremecía a la Convención; ni siquiera el de diciembre de 2021, cuando Boric ganó la segunda vuelta, y se imaginaron un viraje histórico. Pensaron equivocadamente que Chile había cambiado de tal manera que ellos serían, sin discusión, los controladores del futuro. Está a la vista que, por lo menos hoy, no controlan gran cosa.
La última elección que permitió medir la gravitación de los partidos fue la parlamentaria de noviembre de 2021, efectuada junto a la primera vuelta presidencial. Pero aquellos resultados sirven ligeramente de referencia si se considera cuántas cosas han pasado en un año y medio, entre ellas, ver a Boric ejerciendo la Presidencia, el triunfo del Rechazo, el rumbo errático del Gobierno, el incremento de los delitos violentos, la crisis de la inmigración ilegal, los indultos presidenciales, los asesinatos de carabineros y mucho más. Demasiado, sin duda.
Si el 7 de mayo hubiera una elección parlamentaria, surgirían un Senado y una Cámara con una composición mucho más desventajosa para el oficialismo. Se han acumulado los motivos de malestar y descontento y, por lo tanto, puede prender en ciertos sectores el “voto protesta”. Como es obvio, un mal resultado puede complicar todavía más la gestión del Gobierno, además de agudizar los antagonismos en su seno. Es probable que, en tal caso, el PS y el PPD se vean obligados a reflexionar acerca de cómo visualizan su propio futuro.
Es posible que la elección influya fuertemente en las tendencias que predominarán en los próximos años. En todo caso, el país tiene que enfrentar los desafíos de esta hora, y el primero es la seguridad pública. El Estado debe poner en tensión todas sus fuerzas para dar una respuesta contundente a las bandas criminales. Nada es más importante que sostener la legalidad y proteger a la población. No puede haber vacilaciones al respecto.
¿Quiere decir, entonces, que los electores se enfrentarán el domingo 7 a una especie de nuevo plebiscito? Es difícil verlo de otra manera. (El Mercurio)
Sergio Muñoz Riveros