¿Quién no entiende?-Joaquín García Huidobro

¿Quién no entiende?-Joaquín García Huidobro

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¿Por qué en el país no se invierte? Por el “pesimismo ideológico” de los grandes empresarios, nos dice el Presidente Boric. La ideología de estos actores sociales tendría tanto peso que les impediría aprovechar todas las oportunidades de negocios que Chile les ofrece. En vez de mirar con alegría un futuro promisorio, están enfermos de pesimismo.

La situación de nuestros empresarios sería muy rara, porque parece que de repente los afectó esta terrible enfermedad. Cuando estaban sanos (con Lagos o Bachelet I), ellos invertían tranquilamente. Sin embargo, de repente se pusieron ideológicos y pesimistas. Probablemente, no entendieron las reformas de Bachelet II, ni la benéfica influencia del Partido Comunista en la Nueva Mayoría. Tampoco fueron capaces de advertir que el modelo económico del programa del FA solo apuntaba a ese 30% de incondicionales, no era para que ellos se asustaran; ni supieron apreciar los efectos positivos que traería el “meterle inestabilidad al sistema”, como declaraba un alto dirigente frenteamplista.

Todo esto es, ciertamente, posible: cabe que nuestros empresarios no entiendan nada. Pero también puede ser que el universo frenteamplista/PC tenga una incapacidad radical para comprender el mundo de la empresa. Quizá miran con benevolencia al emprendedor. Sin embargo, cuando tiene éxito y se convierte en empresario la cosa cambia y su figura adquiere caracteres malignos.

¿A qué se debe su visceral desconfianza en la empresa privada? Las razones son variadas, y algunas tan pedestres como el hecho de que muy pocos frenteamplistas o comunistas han trabajado en una empresa o han creado una. Lo suyo son las asesorías y los cargos en el aparato estatal. Nunca han tenido la angustia de conseguir créditos para invertir, obtener un permiso del que depende el inicio de un proyecto que ha supuesto noches de desvelo, o el simple hecho de tener que pagar los sueldos a fin de mes cuando el negocio ha estado difícil.

No se puede querer lo que no se conoce: es improbable que los frenteamplistas puedan llegar a apreciar a las empresas, particularmente a las grandes.

Por otra parte, tampoco ayudan las variopintas filosofías que están detrás del proyecto de la nueva izquierda. Para ellas, estas relaciones humanas necesariamente esconden oscuros intereses de dominación. Conciben la vida en una empresa como un juego de suma cero, donde uno gana porque otro pierde, o en la medida en que el otro pierde.

Por supuesto que existen empresas de este tipo, pues ninguna organización humana, incluido el Estado, es inmune a los abusos, la prepotencia o la arbitrariedad. Pero ¿es esta la necesaria estructura de toda empresa?

Como ellos saben que las empresas privadas son inevitables, entonces les piden que hagan toda suerte de cosas distintas de su rubro principal. Solo el cumplimiento de esas otras tareas les daría validez, no el hecho de producir buenos productos y servicios. Soy el primero en reconocer que es muy necesario que la empresa no se limite a fabricar determinados bienes, ya que su cometido es muy amplio. Pero lo primero, lo que hace buena su existencia y es una contribución a la sociedad, es que nos entregue buenos productos y servicios a un precio conveniente y conforme a la ley.

Nuestros jóvenes frenteamplistas no tuvieron la oportunidad de ir a Varsovia o Berlín cuando todavía estaba un régimen que restringía severamente a la empresa privada: no vieron esos autos malos y caros producidos por el Estado, esos restaurantes con comidas indigeribles administrados por burócratas y esa ropa que para un occidental era baratísima, pero incomprable por su fealdad y mala calidad. Eso les permite idealizar el modelo estatal y ver con ojos críticos el sistema de libertad económica bajo reglas que aseguran el juego limpio. Tampoco perciben que, si miran a su alrededor, todo lo que ven, desde la ropa que llevan hasta el computador que utilizan, está ligado al mundo de la empresa. La empresa y la universidad son dos grandes legados que nos dejó la Edad Media.

Se ha hablado mucho en los últimos años del tiempo excesivo que toma en Chile la autorización de un proyecto. Bernardo Larraín ha puesto de relieve cómo en Brasil la aprobación de ciertos proyectos estratégicos toma 16 meses, mientras que aquí los casos análogos demoran siete años. Esas tardanzas no se deben simplemente a flojera de los funcionarios o al temor a ciertos criterios estrechos de la Contraloría. Ellas se explican por su incapacidad de entender cómo funciona una empresa. Ignoran la relevancia que tiene el factor tiempo para que un negocio salga adelante o se hunda. El funcionario tiene a su disposición todo el tiempo del mundo, el empresario no.

Si queremos volver a crecer, tenemos que establecer reglas claras, que entreguen seguridad, pero también es necesario cambiar nuestra actitud ante la empresa. Además, por el bien de todos, necesitamos que los empresarios hagan oír su voz. Llama la atención la diferencia que existe entre su voz pública y la importancia que su actividad tiene para el bien del país. Salvo excepciones, se han dejado silenciar. Por supuesto que han de hablar con conocimiento de otras realidades y sin arrogancia: ellos son “uno más” entre los diversos actores sociales, pero da la impresión de que algunos querrían que fuesen “uno menos”. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro