Chile hace leyes reaccionando a escándalos, al punto que ahora ellas llevan el nombre de las víctimas que no alcanzaron a invocarlas: Zamudio y Emilia son ejemplos de ello.
Nuestra mejor legislación de transparencia estatal podría llamarse MOP-Gate. Cuando el gobierno de Lagos sufrió la pérdida de prestigio y la desconfianza por ese escándalo, entendió que eran el Estado y la política los que estaban en entredicho y se dispuso a hacer correcciones significativas de transparencia en las agencias estatales y en los sueldos de altos funcionarios, para que nunca más algo así ocurriera. Longueira tuvo la visión de Estado para acompañar e impulsar esa agenda y Hernán Larraín contribuyó significativamente desde el Senado. El envión no alcanzó, sin embargo, a impactar con fuerza el financiamiento de la política.
La UDI ha sido la principal opositora a transparentar más el gasto electoral; a limitar más severamente la captura de partidos y legisladores por quienes pueden financiarlos, y a aumentar el financiamiento público de la política, arguyendo, casi irónicamente, razones de impopularidad de la medida y así mantener un sistema que hace impopular la política. Hasta ahora han sacado ventajas: La UDI ha recibido casi la mitad de los aportes reservados; esos que su propio ex presidente reconoció que los candidatos siempre terminaban conociendo.
Hasta ahora, pues no obstante tener sus arcas llenas, la UDI ya no puede hacer oposición, fiscalizar al Gobierno, ni exponer ideas. Los micrófonos les son puestos a su presidente solo para que explique la familiaridad con que lo trata un financista de su partido. El «a ver si se nos ocurre algo», dicho en un correo de este al parlamentario para oponerse a limitar los reajustes en los planes de las isapres, el que podría haberse entendido como natural entre personas de una misma ideología, se convierte en el sospechoso mensaje del dueño de la empresa y financista político, dirigido a quien le debe lealtad y agradecimiento, para que, más allá de cualquier consideración de bien público, «se le ocurra algo» para que el aportante no vea menguadas sus ganancias. Los micrófonos están a disposición de la UDI solo para que diga quiénes más se arrepentirán o si es lo mismo reconocer una irregularidad que un delito.
Sin micrófonos para hablar de política, ni cara para pedir votos, la UDI no puede hacer oposición y sin la representación de su masivo electorado, el país tampoco puede hacer buena política.
La UDI no tiene salida comunicacional, pero sí puede tener una salida política: la de dar a entender que aprendieron la lección y renunciar a las ventajas y prebendas que el actual sistema le representa y acompañar y ¿por qué no? liderar, en bien propio y de la República, un cambio en las reglas del financiamiento de la política.
Habrá discusión en los márgenes de lo que debe hacerse, pero las ideas gruesas están claras. Necesitamos un sistema que empareje la cancha y propenda a que todos -ricos y pobres- valgan lo mismo en la arena política. Eso solo puede lograrse si el grueso del financiamiento político, el de campañas y el permanente, proviene de impuestos, pues el Estado es el único que no puede cobrar la cuenta. Uno que limite severamente el aporte de cada privado, lo haga público e impida el de los intereses corporativos, pues solo así puede garantizarse que no habrá captura ni será opaco el conflicto de intereses. Uno que habilite al Servel para fiscalizar de verdad, con recursos y facultades potentes, como las que tienen Impuestos Internos o la Superintendencia de Valores; uno con sanciones severas, incluida la pérdida del cargo en los casos más graves de atentado a la fe pública. Un financiamiento político que, por provenir del Estado, permita exigir transparencia y prolijas rendiciones de cuentas a candidatos y a partidos, con la razonable expectativa que eso permita recuperar en parte su menguado prestigio.
Quien pone el oro pone las reglas. Solo si lo ponen los ciudadanos, en un plano de igualdad y transparencia, será y parecerá que son ellos los que gobiernan.