Los seres humanos no somos ángeles —como nos advertía James Madison en The Federalist Papers en el siglo XVIII—, y por eso es peligroso aposar mucho poder en una persona o una institución. El poder se disciplina con contrapesos, de lo contrario caemos en la arbitrariedad, tiranía y asfixia a los ciudadanos. Creer en el autocontrol —en las meras buenas intenciones— es como confundir el olor propio con perfume.
En un contexto de economía de mercado, el poder de producir bienes y entregar servicios descansa primordialmente en el sector privado. Ese sector tiene un contrapeso esencial: el Estado. Así, las economías de mercado vibrantes —que producen bienes y servicios de calidad y a precios bajos— requieren un sector privado fuerte y, a su vez, un Estado fuerte que lo controle. En contraste, en las economías centralizadas, todo el poder está en el Estado. El Estado produce y el Estado gobierna. Ese es un monopolio imbatible, que ahoga toda libertad.
Pero, ¿quién controla al Estado?
La respuesta está en el principio de separación de poderes y de legalidad. El Estado mismo, también como nos advertía Madison, necesita contrapesos internos: la ambición contrarresta la ambición. Lo primero es contar con reglas y no ser gobernados por las pulsiones personales y obsesiones circunstanciales del vigilante de turno. El Congreso es quien hace esas reglas, como legítimos representantes de los ciudadanos. Otro poder, el Ejecutivo, también elegido democráticamente, es quien se encarga de dar vida a esas reglas y aplicarlas. Por último, el Poder Judicial, debe velar porque esa aplicación calce con el sentido de la ley.
La clave, entonces, está en el Poder Judicial y su independencia para controlar al Congreso y al Ejecutivo respecto al verdadero significado de las reglas que nos rigen.
No es de extrañar que el Poder Judicial también esté configurado en base a contrapesos. Los tribunales ordinarios son controlados por las Cortes de Apelaciones y esas cortes por la Corte Suprema (CS), el último eslabón del sistema.
¿Quién vigila, entonces —o debiera vigilar— a la Corte Suprema?
En libre competencia, el control estatal del poder privado está construido en base al contrapeso. En un mecanismo de relojería —que se ha ido fraguando en más de 60 años y que presenta originalidades respecto de otras jurisdicciones—, ese control se sustenta en una tríada de autoridades. La Fiscalía Nacional Económica (FNE) investiga y demanda. El Tribunal de la Libre Competencia (TDLC) —que está conformado por tres abogados y dos economistas— decide luego de un proceso judicial. Por último, la CS revisa la decisión del TDLC, lo cual es positivo especialmente si se centra en aspectos generales del derecho chileno.
A propósito del control y evaluación de las autoridades de libre competencia, Chile cuenta con un instrumento único y original, a nivel mundial, que se basa en encuestas realizadas a los usuarios recurrentes del sistema. El ejercicio partió de la misma autoridad el año 2012. En ese entonces, la FNE le encargó a Deloitte la realización de una encuesta a los principales abogados de libre competencia de nuestro país, seleccionados por un ranking internacional. Ese ejercicio se repitió el 2014 y el 2016. Luego, el 2020, CeCo de la Universidad Adolfo Ibáñez asumió el desafío de continuar con la encuesta, cuyos recientes resultados fueron publicados en marzo de este año.
La encuesta de 2023 incluyó a especialistas de Chile, Colombia, Ecuador y Perú (cada abogado evaluó su respectiva jurisdicción), y las preguntas —entre 70 y 90— fueron respondidas por el 97% de los encuestados.
En términos generales, las autoridades de Chile y Perú aparecen liderando, por ejemplo, en relación al grado de disuasión que produce la institucionalidad, grado de independencia y protección de la información confidencial.
Sin embargo, en Chile se detecta un desafío respecto al desempeño de la Corte Suprema. En ciertas materias, la FNE y el TDLC obtienen las mejores notas en promedio _de una escala de 1 a 7_ de los países encuestados, mientras que la CS de nuestro país obtiene las peores notas de los cuatro países mencionados. A la pregunta sobre predictibilidad de sus decisiones y nivel de coherencia respecto de sus propias decisiones anteriores, los organismos especializados chilenos anotan cifras azules —alrededor del 5—, en tanto nuestra Corte Suprema obtiene notas rojas. En análisis económico ocurre lo mismo: las mejores notas de la región las obtiene la FNE y el TDLC, mientras que la Corte Suprema recibe las peores notas (2.7). En tanto, en deferencia entre el TDLC y la CS, se repite el mismo patrón, al igual que respecto a influencia de intereses distintos al derecho de competencia —algo especialmente crítico dado la textura abierta de nuestra ley de competencia— y la aplicación de estándares internacionales.
El estudio Deloitte nos muestra una tendencia preocupante en nuestro país de una falta de deferencia por parte de la Corte Suprema respecto de las autoridades especializadas en libre competencia. Ese desacople puede generar inseguridad jurídica y falta de predictibilidad, en especial si descansa en aspectos técnicos de la libre competencia de suyo complejos, como ocurre con los aportes de la ciencia económica.
Se requiere que la academia esté especialmente atenta a esta brecha y que analice, en profundidad y con sentido crítico e independencia, las decisiones de nuestra más alta instancia judicial, en particular aquellas disonantes con sus decisiones previas o con las de los órganos especializados.
Esa vigilancia debiera tener en mente, a mi juicio, esas sabias palabras de un renombrado juez y académico: “Incluso [el juez] cuando es libre, en realidad no lo es. Él no está para innovar a su antojo. No es un caballero errante caminando a su voluntad en la búsqueda de su propio ideal de belleza o bondad”. (El Mercurio)
Felipe Irarrázabal