No cabe duda de que el Consejo de Ministros que ha rechazado el proyecto Dominga fue un trampantojo. El único asunto relevante consiste en dilucidar a qué se debe que el Gobierno haya demorado primero y luego, consentido, en ejecutar ese disfraz donde dependientes de los ministros fingieron obrar de manera autónoma y examinar concienzudamente el asunto.
El exministro Osvaldo Andrade, quien —según se ha encargado de declarar— interviene en este asunto como representante de un conjunto de trabajadores, ha planteado un par de argumentos que podrían explicar ese artificio en el que jefes de gabinetes y de sección fungieron por algunos minutos como independientes.
¿Qué ha dicho el exministro?
En síntesis, ha dicho que el socialismo se ha dejado influenciar por un espíritu que arriesga abandonar los intereses de los trabajadores.
Él ha planteado que el Partido Socialista al que él pertenece es un partido de los trabajadores, y que estos últimos tienen intereses comunes que el partido debe defender, entre los cuales se cuenta el bienestar de ellos y de sus familias que el proyecto Dominga favorecería. No se trata, ha agregado, de descartar otros propósitos o fines del partido —como la defensa de las minorías o el medioambiente—, pero sí es necesario, ha insistido, recordar que el socialismo desde sus orígenes subordina todos estos otros propósitos a la defensa de los intereses de la clase trabajadora. Le preocupa entonces que un gobierno de izquierda se esmere con ahínco e imaginación de tinterillo en la defensa del medio ambiente, sacrificando en aras de este último, y sin más, el bienestar inmediato o de mediano plazo de los trabajadores y sus familias.
Ese es un argumento.
El otro que ha formulado es que es verdad que quienes empujan el proyecto Dominga conforman una industria; pero, acto seguido, ha agregado que las ONG que se oponen al proyecto también constituyen una industria cuyos miembros obtienen beneficios de la cruzada que han sostenido durante años.
El primer argumento debe ser considerado con cuidado por la izquierda, porque apunta a una transformación fundamental que parece haber, sin casi darse cuenta, experimentado (y que el caso Dominga ha puesto de manifiesto): el abandono de una agenda universalista. En la tradición de la izquierda ha estado siempre en el centro de su proyecto histórico, por llamarlo así, la defensa de los intereses de los trabajadores a fin de contrarrestar la asimetría de poder que media entre ellos y otros actores sociales. Al hacerlo, sostenía la tradición socialdemócrata, se promueve la igualdad de trato entre todos los grupos sociales y se evita que la estructura de clases tenga la última palabra a la hora de definir la trayectoria de vida de las personas.
A partir de esa inspiración, la izquierda en general no se opuso por principio a la industrialización y sus efectos, sino que procuró conciliarlos con ese otro objetivo fundamental que son los intereses de la clase trabajadora y sus familias. Este aspecto derivaba, por ejemplo, de la visión encomiástica que, sobre el desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo, tenía Marx. Y ese mismo aspecto ha sido la fuente de críticas a la izquierda provenientes de quienes, inspirados por el conservadurismo, se oponen al espíritu técnico e ilustrado (y que llevaron a Heidegger a decir que entre el fascismo, el comunismo y el capitalismo había la misma furia de la técnica).
Pues bien, en el caso de la izquierda chilena, ella parece haberse dejado influenciar por esa crítica al espíritu técnico y emprendedor, y ello la desliza a rechazar, casi por principio, cualquier proyecto de transformación del medio ambiente, negándose a ponderar, como ha ocurrido en el caso Dominga y lo reclama el exministro Andrade, soluciones intermedias o de compromiso. Es probable que esa negativa provenga de un nuevo escolasticismo, el escolasticismo medioambiental que consiste en zanjar los problemas recurriendo al argumento de autoridad de la técnica. Es curioso que este nuevo escolasticismo se inspire en un diagnóstico que ve en la técnica y en la industria un espíritu depredador, pero al mismo tiempo se provea de informes técnicos para oponérsele.
Y está, en fin, el otro argumento, también acertado, acerca de que las ONG son igualmente una industria que, como todas, opera con incentivos, organizaciones formales, vínculos transnacionales, una ideología corporativa (que, al igual que cualquier empresa, cuenta con logo, camiseta y fuerza de venta) y la promoción, por múltiples vías, de los intereses que abriga o alberga. Este segundo rasgo no tiene nada de malo, desde luego, salvo que desmiente, performativamente como diría un filósofo, el discurso que pronuncia (porque el acto que ejecuta y su vestidura niegan lo que el discurso afirma).
Esas son, al parecer, las razones de este trampantojo que hará que la rueda de esta tramitación sea una sin fin, lo que, se dirá, no tiene nada de malo, porque se necesita conservar el medio ambiente para las nuevas generaciones.
Lo que no se dice es que para ello se está sacrificando, sin esforzarse por conciliarlos, el bienestar material de las actuales por el rostro de facciones más bien difusas del futuro medioambiental.
Como para preguntar, ¿tan largo me lo fiais? (El Mercurio)
Carlos Peña