Todos, tanto quienes pertenecen a lo que tradicionalmente se llamaba izquierda como quienes se alinean en lo que tradicionalmente se llamaba derecha (tradicionalmente porque hoy, a juzgar por las escenas de anteayer del Congreso y el comportamiento de los líderes políticos, no se sabe qué es una y qué la otra) parecen estar poseídos por un simplismo justiciero y tribal que armado del smartphone o la tablet, y convenientemente enmascarados con un nickname, distribuyen epítetos, etiquetas, motes e insultos a aquel cuyas opiniones los incomodan o carecen del tono definitivo e irrefutable que los usuarios de las redes esperan como confirmación de su propia subjetividad.
Y lo peor es que todo esto parece haber contagiado a muchos de quienes se desempeñan en la esfera pública, quienes, advertidos de lo que les espera o, lo que es peor, seducidos por la popularidad fugaz de los ciento cuarenta caracteres, por cobardía o narcisismo, en vez de dar razones o escudriñarlas, parecen empeñados en ponerse del lado que adivinan correcto (donde lo correcto es lo que incentiva más likes o invitaciones más frecuentes a los matinales) y distanciarse de quien, en cambio, estaría —por ceguera, egoísmo o estupidez— del otro lado, que sería, por supuesto y por definición, incorrecto.
¿Cómo evitar ese fenómeno que, si se expande sin que nadie se le oponga, podría situar cada vez más lejos de la esfera pública el discernimiento de razones?
Desde luego, y no obstante lo complicado de la situación, hay que evitar a toda costa cualquier proyecto que tenga por objeto controlar el contenido de las redes y oponerse a cualquier iniciativa tendiente a establecer la censura de cualquier índole o por cualquier medio. Sacrificar la libertad de expresión tendría un costo muchísimo más alto que los males que con ese sacrificio, incluso si fuera trivial, se querría evitar.
Las sociedades abiertas reconocen a todos sus miembros adultos la igual capacidad de discernimiento —la misma facultad de detectar la tontería, el error o sospechar dónde está la verdad—, y cualquier forma de control del contenido de los mensajes supondría reconocer a algunas personas mayor capacidad que otras de discernir qué vale la pena en los mensajes y qué, en cambio, no. Algo así lesionaría de manera muy grave un principio sobre el que se erigen las sociedades democráticas. Las sociedades tienen libertad de expresión no como un simple instrumento para el logro de bienes socialmente valiosos, sino como una forma de reconocer la profunda igualdad de los seres humanos y entregar a cada uno la responsabilidad final de aceptar o rechazar lo que lee, escucha o mira.
Por eso no es el control, sino el fortalecimiento de la libertad de expresión y en especial de los medios más reflexivos la única forma de contrarrestar esa verdadera epidemia de insultos y etiquetas que atemoriza a algunos y los hace callar. No es la disminución de la libertad de expresión, sino su ejercicio razonado e intenso el mejor remedio contra ese fenómeno del que, con razón, se quejan Chomsky o Rowling. Hace casi cien años el juez Brandeis dijo que la mejor forma de luchar contra las falacias y las falsedades es más y mejor discurso, no el silencio forzado o miedoso o prudente.
Siempre ha habido maledicencia, prejuicios, etiquetas y ataques realizados desde el anonimato. Alguna vez fueron las paredes, los panfletos o el simple rumor. La diferencia está en que hoy todo eso cuenta con una plataforma al alcance de cualquiera y se usa como un arma invisible y arrojadiza en el debate de las iniciativas que configuran a la comunidad y a las políticas públicas. Pero no hay que controlar todo eso ni por medios coactivos, ni mediante ninguna otra forma de censura. Lo que se requiere es más y mejor discurso y esa es la tarea de los medios más ilustrados, que deben empeñarse en exhibir razones una y otra vez y oponerse, también una y otra vez, a la mera alineación tribal con que a veces amenaza convertirse la esfera pública.
¿Suena ingenuo creer que de esa forma se pondrá atajo a la suma de ataques y tonterías que circulan en las redes amenazando con envilecer el debate público?
Es probable que sí; pero es sobre esa ingenuidad donde descansan buena parte de los principios y valores sobre los que se erige una sociedad abierta y democrática.
Carlos Peña