En una columna publicada el pasado 2 de julio en El Líbero (Limitar la reelección de autoridades, una pésima reforma), Patricio Navia opinaba que el establecimiento de límites a la reelección de autoridades ejemplificaba lo malo que era legislar desde las emociones en lugar de hacerlo desde la razón. En su argumentación, Navia opina que si un legislador no puede buscar su reelección tendrá pocos incentivos para preocuparse del bienestar de sus electores, y muchos para legislar pensando en sus futuros empleadores. Argumenta, asimismo, que la evidencia comparada muestra que en países con límites a la reelección la opinión pública no parece muy satisfecha con el sistema.
Si bien Navia menciona las ventajas de la reelección, lamentablemente no desarrolla las desventajas de eternizarse en el poder. Es cierto que no existen evidencias sobre la conveniencia de fijar límites, pero tampoco existen evidencias de lo contrario. Puede ser que la opinión pública no parezca muy satisfecha, pero tampoco hay evidencia que esté insatisfecha con los límites a la reelección. Lo cual no es para sorprenderse, porque no existe el ideal, y todo tiene sus pros y contras. Es por ello que en esta columna pretendo no solo desarrollar las importantes ventajas de imponer límites a la permanencia en el poder, sino también compararlas con las ventajas de no imponer límites.
En primer lugar, el dicho de “escoba nueva barre bien” es válido en los negocios, en la política, en la academia, y en todo el quehacer humano. La rutina y el “más de lo mismo” suele llevar a la atrofia o anquilosamiento de ideas y acciones. Si queremos evitar el ingreso a la zona de confort que adormece a las personas, nada mejor que una renovación paulatina y escalonada de aquellos que están a cargo de encarar desafíos, tanto en el parlamento como en las alcaldías, en el gobierno central y en organizaciones de todo tipo. Aires nuevos son fundamentales para oxigenar las ideas y evitar que nuestro sentido de urgencia quede anestesiado.
En el caso de la función pública, limitar la reelección es además fundamental para minimizar el riesgo de clientelismo, nepotismo, asistencialismo y corrupción. De ello existe experiencia y literatura en exceso. No por nada se limita el período en ejercicio del Presidente de la Nación, de los consejeros del Banco Central, y de directores de una variedad de instituciones, tales como por ejemplo las Federaciones Deportivas Nacionales. Si Navia tuviera razón, todos estos dirigentes, con límite de permanencia, dejarían de preocuparse del bienestar de sus electores o mandantes por el simple hecho de saber que durarán un tiempo limitado en su cargo. La evidencia indica que hay muchos factores que incentivan una buena labor, tales como la vocación, la responsabilidad, la honestidad, la búsqueda de reconocimiento, y el deseo de salir bien parado. Si todas esas cualidades no estuvieran presentes en las personas que asumen responsabilidades parlamentarias, municipales o directivas, con más razón todavía debiéramos limitar su permanencia, porque ella sería dañina para la sociedad. En otras palabras, lo que Navia visualiza como una desventaja por limitar la reelección, no solo es en realidad una ventaja, sino también un imperativo.
En el caso de los partidos, la renovación obligatoria produce un fuerte remezón en sus estructuras, porque no sólo aumenta el desafío de tener que presentarse a elecciones con caras nuevas menos competitivas, sino que obliga a la dirigencia a preocuparse de la formación de nuevos liderazgos. Salvo contadas excepciones, los partidos más antiguos (RN, UDI, PPD, PS) tienen pocas caras nuevas, y demasiados caudillos añejos, rodeados de operadores políticos, judiciales y económicos, cuyo principal objetivo pareciera ser apernarse en el poder. En pocas palabras, el límite a la reelección da tiraje a la chimenea para que surjan nuevos liderazgos, lo cual beneficia a la sociedad.
Por último, la actual borrachera populista del parlamento chileno es, en parte, consecuencia de la reelección permanente. Los parlamentarios “cuasi vitalicios”, especialmente si han sido buenos con su “clientela”, son dueños de los votos con los cuales fueron elegidos y, por ende, sienten que están por encima del partido. Con el límite a la reelección, los reemplazantes deberán comprometerse con el partido si es que pretenden ser nominados. No se trata de que los partidos se conviertan en un regimiento, ni tampoco que sigan con la dinámica actual, esto es, un grupo de llaneros solitarios. Tiene que haber un balance adecuado entre uno y otro extremo, y el límite a la reelección contribuye a ello.
Por último, ¿cuáles son las desventajas de fijar un límite? Más allá de las desventajas argumentadas por Patricio Navia, analizadas en esta columna, podría agregarse la pérdida de experiencia que implica la fijación de un límite. Pero, francamente, un Parlamento con límites de permanencia entre 12 y 16 años no se lo puede denominar inexperto, más aún si la renovación es paulatina y traslapada. En el caso de los partidos políticos, hay que reconocer que el límite a la reelección se transforma en una importante desventaja, pues aumenta el riesgo de perder elecciones por no competir con caras ganadoras. Ganar elecciones implica mejorar la capacidad negociadora en las negociaciones intra-alianzas, y también asegurar aportes estatales que rondan los 30 millones de pesos anuales por diputado elegido. Una gran desventaja, pero no para la sociedad, sino para los partidos.
Resumiendo, la lógica y la evidencia demuestran que el límite a la reelección es una excelente reforma. No hay que ser ingenuo y pensar que esta es LA solución a la mediocridad parlamentaria, ni tampoco desconocer que hay cosas a favor de la reelección. Pero todo indica que los potenciales beneficios son tremendamente superiores a los potenciales costos y, por ende, podemos concluir que esta fue una excelente reforma. (El Líbero)
Gabriel Berczely