En estos días hemos andado de tumbo en tumbo, de escándalo en escándalo. Jadue, Hermosilla, Vivanco, Muñoz y Monsalve nos han ido develando un espectáculo cruel y descarnado del ejercicio del poder. El anterior escándalo solo se desvanece por el nuevo, que viene con inéditos bríos. Frente a la infinidad de detalles sórdidos que vamos conociendo día a día, nuestra mirada se va tornando gris y desencajada, nuestra piel pálida y nuestra mandíbula rígida.
Cada escándalo tiene sus propios bemoles. Algunos se enquistan en el Código Penal. Todos ellos destilan una fragilidad en la humanidad y nos recuerdan que la autoridad puede resbalarse hacia abusos inimaginables. Estos escándalos producen indignación, pero también pesadumbre y tristeza. De ahí a la melancolía, un paso.
La destitución del juez Muñoz por notable abandono de sus deberes recientemente acordada por el Senado es, a mi juicio, un caso triste y delicado, que se aleja de los demás.
El juicio se basa en dos imputaciones vinculadas con la hija del juez, quien es jueza de garantía. La primera se refiere a haber transmitido a su hija un acuerdo de la Suprema, antes de su publicación, sobre un proyecto inmobiliario en donde ella suscribió promesas de compraventa, y donde el juez no se inhabilitó en sus inicios. La segunda, que el juez no denunció a su hija por ejercer por 20 meses su trabajo desde Italia, transgrediendo las normas de teletrabajo.
El procedimiento de destitución por notable abandono de deberes se encuentra reglado en nuestra Constitución. Se inicia por una acusación de los diputados y luego se resuelve por la mayoría de los senadores en ejercicio, quienes actúan como jurado. Por la declaración de culpabilidad, el acusado es destituido de su cargo y no puede desempeñar ninguna función pública por cinco años.
En las transmisiones de las sesiones del Senado se ve a un juez atribulado, aunque dando la cara. Intenta convencernos de que la acusación no tiene sustento y que de paso arrasa con su honra. Niega categóricamente haber transmitido a su hija el contenido del acuerdo y afirma que su destitución afecta la independencia del Poder Judicial.
Sus abogados se concentran en cuestionar la veracidad de la declaración jurada realizada por una ejecutiva de la inmobiliaria, que daría cuenta de los dichos de la hija del juez sobre el contenido del acuerdo de la Suprema, y en aclarar la ausencia del deber del padre de alertar sobre la estadía en el extranjero de su hija.
El juez Muñoz no ha sido un juez común y corriente. Nacido en Villa Alegre, estudió en el Barros Arana y luego en la Católica de Valparaíso. Ingresó al Poder Judicial en 1982 y se hizo conocido por causas de derechos humanos como juez del crimen. De ahí ascendió a relator de la Suprema y luego, en 2005, a ministro del máximo tribunal por designación del presidente Lagos, contando con solo 48 años. Luego, fue presidente de la Corte Suprema. En pocas palabras, una carrera meritocrática y meteórica, que prometía culminar el 2032 con una merecida jubilación.
El 16 de octubre pasado y luego de siete horas de deliberación, el Senado selló su suerte y lo destituyó.
En su ascenso en la Suprema, el juez se destacó por su laboriosidad, pero también, en mi opinión, por su imprudencia. Entró de lleno a perfilar políticas públicas, integrando o presidiendo la Tercera Sala, excediendo las funciones propias de un juez. Ejerció un particular activismo y progresismo, desdeñando muchas veces las respuestas que las normas daban, sean buenas o malas. Hay múltiples ejemplos en salud, medio ambiente y libre competencia.
Mi impresión es que su visión de cómo funcionaba la economía, y su interacción con las leyes, era simplista, impredecible y escasamente deferente a los argumentos técnicos. Ese voluntarismo pugnaba con quien tiene la obligación de fallar imparcialmente conforme al sentido de las normas y no sobre su personal inclinación.
El derecho puede ser visualizado como un arte -—en contraste con las ciencias duras—-, pero uno repleto de barandas, como que los jueces deben atenerse a las normas, según lo asevera un reconocido juez de la Corte Suprema de Estados Unidos: “Incluso cuando es libre, en realidad no lo es. Él no está para innovar a su antojo. No es un caballero errante caminando a su voluntad en la búsqueda de su propia idea de belleza o bondad”. Esa actitud expansiva desconfigura el principio de separación de poderes y le inyecta incertidumbre a nuestro sistema jurídico.
Habría sido preferible que el juicio en su contra se hubiese fundado adicionalmente en las desmesuras y alejamientos ilegítimos y sistemáticos del juez en la aplicación de las normas. Habría sido preferible que no se hubiesen atado, como lo hizo la Cámara, los destinos de dos supremos —Vivanco y Muñoz—, culpables de hechos distintos. Pero si se decidió el camino que finalmente se siguió, hubiese sido óptimo hurgar algo más sobre los dichos de la ejecutiva de la inmobiliaria en su declaración jurada, contrainterrogándola y contrastándola con las declaraciones de la hija del juez.
La tragedia del juez Muñoz se origina en parte a su doble rol. Por un lado, se vistió de Dédalo, desdeñado su autoridad para ayudar a su hija, si damos fe a la declaración jurada, y por otro de Ícaro, acercándose imprudentemente (aunque este aspecto no fue parte del juicio) a ese sol de las políticas públicas que está reservado a los poderes del Estado que gozan de representación popular.
Es de esperar que en el futuro el Senado utilice este mecanismo de manera excepcionalísima, con evidencia dura sobre el abandono y evitando cualquier utilización de corte político. (El Mercurio)
Felipe Irarrázabal