El término de un año y el comienzo de otro es tiempo de evaluaciones, y la pandemia lo es de introspección. Al respecto, casi todo está dicho y solo me siento capaz de proponer algunas ideas sueltas y misceláneas, sin orden cartesiano de ninguna índole.
Tenemos pocos acuerdos respecto al estado de nuestra nación, pero creo que somos unánimes en pensar que 2020 fue un año fatal. Con la espada de Damocles de la insurrección social aún pendiente sobre nuestras cabezas y sufriendo sus consecuencias devastadoras, irrumpe el virus, se paraliza el país, la economía entra en depresión, millones pierden sus trabajos, otros tantos quedan encerrados por largos meses en espacios reducidos, los niños sin colegios, muchos, demasiados, volviendo a esa pobreza que habían logrado, con gran esfuerzo, esquivar, y todos, al menos inconscientemente, asumiendo nuestra posible inminente mortalidad.
Una idea fuerza que me ha rondado en estas meditaciones desordenadas es que en verdad no es fácil gobernar y ciertamente no lo ha sido para el Presidente de la República. No le fue fácil convocar a más del 50% de los votantes para ser electo cuando era necesario aunar muy diversos criterios y formar coaliciones entre quienes sustentan muchos puntos de vista en común, pero también muchos temas que son divisivos.
Aún más difícil ha sido cuando nuestra historia sigue atravesada por una fractura profunda en las visiones respecto al país que queremos, y estos desacuerdos sustantivos se dan transversalmente no solo entre Gobierno y oposición, sino también al interior de cada conglomerado. Y qué duda cabe que es mucho más difícil lograr acuerdos en sociedades más polarizadas, donde los márgenes de los disensos son más extensos.
Sin embargo, si tuviera que elegir un deseo de cambio sustantivo para el año que hoy comienza, sería poner fin a un sistema de coaliciones y alianzas tejidas en torno a posiciones históricas, de emociones y de lealtades, más que sobre la base de las diferencias políticas objetivas que hoy nos dividen. Estamos en una trampa mortal cuando los agrupamientos políticos se dan sobre la base de ejes que son del pasado y no en relación a diferencias doctrinarias sustantivas o proyectos de país específicos. No es posible ofrecer alternativas coherentes cuando las políticas de alianzas están desalineadas de los problemas de hoy y no reflejan fielmente las posiciones políticas, sociales y económicas de quienes las conforman.
La Convención Constituyente puede ser una oportunidad única para agrupar, por un lado, a quienes defienden la democracia representativa como el mejor régimen institucional; el respeto a los derechos inalienables de las personas, la resolución pacífica de los conflictos, por graves que ellos sean, una economía social de mercado abierta al mundo, el Estado de Derecho y el imperio de la ley, y por el otro, a quienes creen que la democracia es un formalismo burgués, que la economía debe ser estatal, contemplan la vía armada como posible y la violencia como instrumento útil para lograr objetivos políticos. Al margen de ese acuerdo central, siempre por cierto habrá espacio para la divergencia a ser resuelta en la deliberación democrática. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz