Reforma en vez de revolución (Reform statt Revolution), de Peter Fischer, es el título de un libro que explica el trabajo de la comisión constituyente formada en 1991, en pleno proceso de reunificación alemana. Creada por el Parlamento y el Consejo Federal alemán, este grupo de trabajo fue clave para asumir la discusión constitucional mediante la institucionalidad, el diálogo y la moderación. En palabras de Fischer, Alemania decidió optar por la reforma, y no por la revolución.
Desde luego, en ese entonces no faltaron voces críticas. Algunas fuerzas más radicales, de lado y lado, estimaban que este camino implicaba claudicación. No obstante, primó el liderazgo político y se entendió una máxima fundamental: los países o se construyen entre todos o simplemente se destruyen. Si bien Alemania y Chile son muy distintos, este hecho igualmente puede iluminar el momento político que vive nuestro país.
En buena hora se están cuestionando prácticas viciadas arraigadas en el sistema político y económico chileno. No obstante, debemos ser conscientes que en estos escenarios de cuestionamiento institucional suelen emerger los radicalismos. Así, no debiera sorprendernos que algunos califiquen intencionadamente todo diálogo como “transacción” y cualquier tipo de reforma gradual como “renuncia”. Un ejemplo de esto se ve en quienes intentarán denostar a las “fuerzas conservadoras” ―sin precisar qué quiere decir tan ambigua expresión―, achacándoles estar movidas por intereses mezquinos. Este radicalismo refundacional es el que muchas veces inspira a la “bancada estudiantil” y, por rebote, a ciertos sectores de la Nueva Mayoría.
Con todo, hay un radicalismo tanto o más peligroso: aquél que preferirá obviar los problemas evidenciados por la crisis o, al menos, bajarles el perfil. Se trata de una actitud muy nociva, porque a todas luces hay problemas sostenidos en el tiempo que deben ser enfrentados (basta pensar en los casos de colusión y de financiamiento irregular de la política). Sin darse cuenta, esas posiciones suelen ser el mejor alimento para las posturas revolucionaras, pues éstas se alimentan de su complacencia y su desidia respecto de los cambios urgentes que es preciso realizar.
En simple: los radicalismos que observamos en Chile son una reacción relativamente esperable ante el escenario que vivimos. No por eso deja de ser grave el nivel de predominio que estas visiones radicales están teniendo. Por lo mismo, es imprescindible que emerjan y dialoguen entre sí fuerzas convencidas, fuertes y articuladas, capaces de proponer reformas y soluciones de manera sustentable, seria y cohesionada. En consecuencia, urge un liderazgo político capaz de desafiar al simplismo del radicalismo, tanto en su variante complaciente ―que no es capaz de ver los problemas―, como en su versión revolucionaria ―que no ve que la realidad es más compleja que sus consignas preconfiguradas―. En palabras de Fischer: el mejor remedio para las revoluciones, son reformas que conjuguen profundidad con sustentabilidad. Que signifiquen cambios de fondo, permitiendo condiciones para una vida digna de los chilenos. Y al mismo tiempo signifiquen cambios graduales, de manera de ser viables en el tiempo. Eso demanda Chile.