A propósito del bullicio de gallinero desatado por avanzar en reformas de instituciones cuyas normas, reglamentos y leyes han sido violadas por reputados personeros ligados a algunas de las instituciones del Estado, pareciera necesario recordar que el mal no puede instalarse ni ser ejecutado “por” esas instituciones, sino por hombres y mujeres que las integran.
Las instituciones son entidades abstractas -por más que se ubiquen en edificios y posean “personalidad” jurídica- creadas por el hombre para ayudarse a sostener vínculos relativamente objetivos -o al menos no totalmente subjetivos- que les permitan convivir en paz, acudiendo en cada conflicto a la ley que, se entiende, introduce equidad en las naturalmente desequilibradas relaciones de hombres y mujeres libres con diversos talentos y capacidades.
La existencia, sustancia, fondo, contenido y forma de esas organizaciones depende, pues, del lenguaje, objetivos, comprensión y consenso de quienes las componen, razón por la que no debería esperarse de ellas “conductas” aseguradas por normas que eviten que sus componentes se porten indebidamente, por más que ellas, a su turno, tengan como objetivo conducir el comportamiento y moral de sus partícipes. Desde hace siglos, la sabiduría popular sabe que “hecha la ley, hecha la trampa”.
Es decir, modificar o reformar las estructuras de instituciones como el Congreso, su sistema electoral y/o político; el Poder Judicial o su forma de elección de jueces y supremos; o la policía y sus normas de selección, resulta, pues, como la venta del sillón de Don Otto. Si los componentes de esas orgánicas no acatan las normas dispuestas por sus antecesores, no habrá reforma institucional que mejore el comportamiento de aquellos y tras las nuevas reformas emergerán, más temprano que tarde, nuevas trasgresiones y escándalos que solo se reprimen momentáneamente mediante el temor al duro castigo de Dios o del hombre. No está demás recordar que la humanidad cuenta con normas éticas desde hace más de siete mil años, y sin embargo, las sigue trasgrediendo, aunque, tras la muerte de Dios, solo limitados por el miedo a la venganza del hombre.
El mal no afecta a las instituciones porque sin el componente humano estas no existen. El error de la desobediencia, corrupción y tentación de forzar el destino con propósitos narcisistas o egoístas de poder, fama o dinero solo puede instalarse en el corazón humano, que es desde donde se practican sus opuestos: bondad, decencia y respeto a los compromisos acordados y jurados. (Red NP)
Adso de Melk