Hay coincidencia entre economistas y amplios sectores empresariales y políticos que solo el crecimiento del país asegura la viabilidad de las reformas socio-económicas en marcha y, además, que se avance en la disminución de la desigualdad que ha caracterizado el crecimiento de los últimos años.
La afirmación, que se ha vuelto axiomática, pues parece no requerir demostración y más bien emerge como hecho evidente, resulta de la creencia metonímica en que, cuando algo crece, el organismo se expande y extiende, haciéndose más grande y poderoso; y en el caso de la economía, que se hace más rica y con potencialidad de beneficiar a más personas que viven en ella.
Entonces, se acepta, sin más, que si Chile -con un PIB cercano a los 280 mil millones de dólares- crece un 5 por ciento al año, al 31 de diciembre de tal ejercicio tendrá un PIB de 294 mil millones de dólares, 14 mil millones más de dólares (a dólar de igual valor). Y si la Reforma Educacional vale 5 mil millones anuales de dólares, y las previsional, de salud y laboral, otros tantos, tendremos los recursos para pagarlas, sin endeudarnos. Pero si crecemos a 2,5 por ciento, nos alcanzará apenas para la educacional.
Por eso es que crecer es condición sine qua non para poder gastar en aquellos bienes y servicios que requerimos como sociedad para una supervivencia más compleja y que hoy no solo exige “pan, techo y abrigo”, como hace 77 años, (bienes que no obstante aún no gozan más de 500 mil compatriotas), sino servicios más sofisticados y caros que los que nos satisfacían antes, cuando vivíamos en promedio 50 años.
Con un coeficiente de Gini 0, con 21 mil dólares per cápita anual actuales (medido según poder de compra) o, lo que es igual, unos 51 mil dólares por familia (es decir, 31,6 millones de pesos anuales o 2,6 millones de pesos mensuales), todos viviríamos como la clase media. E incluso simulando pago de impuestos como los actuales y ahorrando 30 por ciento del PIB para inversión, de igual forma quedaría alrededor de un millón de pesos por familia para consumir.
Pero Boston Consulting Group ha dicho en su último informe que, en Chile hay 5.2 millones de hogares, de los cuales sólo 45 –si 45- tienen un patrimonio financiero (capital de inversión para generar intereses, dividendos, primas u otro tipo de rendimiento económico) sobre 100 millones de dólares (0,0009 por ciento) por lo que capturan 10 por ciento de la riqueza total. Y si se consideran los hogares que tienen un patrimonio financiero sobre 1 millón de dólares, estos llegan a 11 mil 500 familias, (0,2 por ciento) que administran el 22 por ciento de la riqueza financiera nacional. Mientras tanto, el 90 por ciento restante tiene un patrimonio financiero inferior a los 1 mil dólares, hecho que limita su propia capacidad “de hacer” y que obliga como país a redimensionar esfuerzos por aumentar la cantidad y calidad de sus emprendedores y pequeños empresarios, que creen más y mejores bienes y servicios.
Es evidente que las 11 mil 500 familias ricas no pueden consumir más allá de lo humanamente posible en el espacio y tiempo, y están obligadas a administrar como inversión una parte sustantiva de su riqueza, de modo de mantenerla, reproducirla y hacerla crecer, para lo cual deben buscar, crear e invertir en proyectos que le generen más riqueza (y de paso empleos y crecimiento). Como es obvio, colocarán sus recursos en proyectos que, a igual riesgo, tengan la mayor ganancia para hacer crecer su riqueza a más velocidad. Y si todos los que administran millonarios recursos los invierten en buenos proyectos rentables, la riqueza crecerá aún más, porque el crecimiento porcentual aplicado a mega sumas, resulta en mega ganancias. Así, el 1 por ciento más rico del mundo se ha hecho más rico en los últimos siete años, a pesar de la caída de la actividad mundial desde la crisis de 2008, aunque, especialmente mediante la especulación y juego financiero, que, al mismo tiempo, ha incrementado la concentración del capital.
Pero como ricos y pobres viven en una misma sociedad y planeta, merced a los avances de la democracia, Estado de Derecho y extensión de los derechos humanos, los primeros se están viendo cada vez más presionados por los Estados a aportar más recursos para sostener los crecientes gastos fiscales, no obstante sus esfuerzos por evadir y eludir a través diversas fórmulas, entre ellas, pequeños estados “paraísos fiscales” que viven, justamente, de cobrar bajos impuestos.
Así y todo, el Estado recoge más o menos impuestos de los más ricos y los recoloca –más o menos eficientemente- en bienes y servicios considerados derechos y que, por tanto, deben asegurarse a todos. Pero esos derechos –v.gr. educación, salud, previsión, o seguridad- si bien son deseables socialmente, son económicamente rentables a largo plazo, de manera que, mientras más recursos van a la función de reequilibrio del Estado, la economía particular cuenta con menos plata para reinvertir en proyectos con rentabilidad inmediata y, por tanto, el país tiende a crecer menos.
Entonces, la pregunta inteligente no es cómo crecemos más, sino ¿cómo hacemos para crecer y sobrevivir en un entorno económico de dura competencia interna y mundial, de lucha por el margen permanente con proveedores, competidores, consumidores y Estado, que obligan a capital y trabajo a muy altos niveles de inversión y productividad para permanecer en la brega, en tiempos en que estos conjuntos de capital y trabajo (las empresas) son cada vez más exigidos de aportar a una mejor calidad de vida?
Se dirá que la conclusión lógica es que, respetando el derecho de propiedad, haya bajos impuestos y menos trabas a la libertad de emprender, de modo que ricos y empresas inviertan en los proyectos más rentables, generen más ganancias y hagan crecer la economía a todo vapor, a condición que, en su gestión, éstas respeten las normas y leyes que rigen al país, aunque reconociendo que cuando son muchas y complejas, encarecen los proyectos y reducen su competitividad.
Desde el punto de vista empresarial, es posible que así se crezca más rápido, porque se compite con las menos cargas posibles. Pero la historia reciente y pasada nos muestra momentos en que los cambios son inevitables (cuando la coincidencia recorre desde izquierda a derecha, con retroexcavadora o pala de playa) porque la tensión ciudadana hace insostenible el statu quo, como lo muestra la reciente encuesta del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social.
De allí que el dilema presente no sea realmente el crecimiento, las reformas, ni la inversión, ni el exceso de gasto fiscal o mayor presencia estatal en la economía. Todos estos son síntomas de una sociedad en punto de inflexión, en que su propio éxito la ha puesto en una dura posición para dar el salto al desarrollo, donde capital y trabajo son presionados desde el Fisco, con más impuestos; desde los consumidores, con menores precios y mayor calidad e innovación; desde la competencia nacional e internacional y proveedores extranjeros o nacionales. Una coyuntura, en fin, respecto de la cual el éxito dependerá de si somos o no capaces de repensar las potencialidades que nos trajeron hasta aquí o si seguimos desvalorizando nuestro patrimonio y destruyendo la confianza interna y mundial en comprar, vender, invertir y crecer en Chile.
La polémica de las elites políticas, empresariales y movimientos ciudadanos, al modo actual, reduce el valor país y afecta el crecimiento, por nuestra propia incapacidad de encontrar ese justo “valor-precio” medio donde ni el Estado burocratiza y extrae más recursos privados que los necesarios para cumplir su tarea social; ni los inversionistas se arrancan hacia proyectos más rentables, estables y confiables que los que hay en Chile, ni los trabajadores relajan su esfuerzo por considerarse indebidamente recompensados por el capital. Lograr ese acuerdo nacional aseguraría el real ingreso de Chile al club de las naciones desarrolladas.