La sorpresa de esta semana en el Congreso no fue un debate sobre el voto obligatorio o el voluntario, sino un hecho político inesperado —quién dice que no cocinado previa y reservadamente— de conveniencia electoral y, por cierto, grave.
Mientras se tramitaba la reforma para hacer las elecciones en dos días (único país en el mundo, pero ya está), las bancadas oficialistas dejaron el voto obligatorio sin multa, convirtiéndolo de facto en voluntario. En un segundo y extraño capítulo, el Gobierno comprometió un veto para reponerla solo para los chilenos, liberando a los inmigrantes con derecho a voto. Un gol para levantar a un estadio completo de sus bancas, con varias implicancias.
Partamos admitiendo que dejó de ser excepcional que un sector amplio de la izquierda camine al margen de nuestra Constitución. En ella se establece, sin espacio para interpretación, que una ley fijará las multas por el incumplimiento de este “deber” (por favor, subrayemos esa palabra).
Le guste o no al oficialismo, sigue siendo —después de todo y de mucho— la Constitución que nos rige. En cualquier caso, si a la oposición se le ocurriera recurrir, La Moneda tiene a su favor la composición actual del Tribunal Constitucional (si Chile recupera la cordura, habrá que pensar en la integración de un TC como Dios manda, por ahora es lo que hay).
Las dudas sobre ese desapego al Estado de Derecho se despejan con el pataleo del PC por la incautación de armas en la Villa Francia. La pregunta que baila en el aire es cuántos de sus parientes políticos cercanos se habrán mordido la lengua para no sumarse a la acusación de “montaje”. Rebeldes unos, incómodos los otros, el sometimiento a la ley no es lo suyo.
Luego está lo evidente: el desparpajo para cambiar las reglas según convenga, incluso las electorales ¡a tres meses de una elección! La izquierda teme que, con voto obligatorio, en octubre se repita el trauma del Rechazo del 2022 y la elección del segundo Consejo Constitucional. Y tiene razón: el voto obligatorio les quita control a sus partidos, expertos en movilizar a sus adherentes. Mientras mayor la participación, menores posibilidades para quienes no representen el sentido común y, según las encuestas, a la oposición.
El voto voluntario fue un experimento que resultó mal en Chile, aun cuando lo abracé inicialmente. No es coincidencia que ese período fuera el de mayor inestabilidad política desde 1990. Un solo dato, escandaloso: en la segunda vuelta de la elección de gobernadores en 2021 participó el 19,6% de los electores.
Como no estaba el horno para reponerlo, se optó por la picardía de eliminar la multa, calificada caritativamente como “antipobres” por un diputado del Frente Amplio. Descubrieron que los votantes de zonas populares están hartos de una izquierda concentrada en peces sintientes y en pañuelos verdes; y que los migrantes, sobre todo los venezolanos, votan minoritariamente por quienes se abrazan a los causantes de la tragedia que los obligó a salir de su tierra. A un clóset lo del “sesgo de clase”, el argumento estrella de la izquierda durante años.
La maniobra tiene una tercera implicancia, quizás más trascendente que la sola trampa en el voto obligatorio. Ha demostrado, otra vez, que hay razones fundadas para desconfiar de posibles acuerdos con un Gobierno incapaz de controlar el voto de sus parlamentarios. O, peor, que actúa como policía bueno, mientras los policías malos presionan la tecla conveniente en la Cámara y en el Senado. (El Mercurio)