Regularizar al otro

Regularizar al otro

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Ha causado controversia en estos días el proceso de regularización de inmigrantes que anunció el Gobierno. Si bien fue algo contradictorio —el proceso de ordenación dio origen a un caos, un intento de ordenar la inmigración acabó en el espectáculo de un desorden—, no es ese el punto de fondo.

El punto de fondo son las razones para llevar a cabo ese proceso de ordenación que, es de esperar, ahora sea ordenado.

¿Hay razones para regularizar esos casos o se trata más bien de una nueva demostración de laxitud del Gobierno en esta materia? ¿Será el fruto de un progresismo ingenuo?

Aparentemente, esta sería una nueva muestra del buenismo gubernamental, esa forma de idealización de la realidad conforme a la cual cualquier cosa que aparente ser fruto de factores estructurales injustos, debe ser comprendida y sus partícipes protegidos. Conforme a esta idea, continúa este argumento, como la inmigración es un fenómeno motivado por la miseria o la persecución o la falta de horizontes, entonces los inmigrantes son víctimas y deben ser protegidos. En este razonamiento —continuaría este argumento— se ocultaría el hecho de que la inmigración masiva e irregular ha permitido también la inmigración de delincuentes y bandas que hacen la vida cotidiana en muchos barrios imposible de soportar. El buenismo cree hacer el bien, pero terminaría amparando lo que hace daño.

Ese argumento, sin embargo, es erróneo.

Porque la regularización tiene por objeto justamente hacer, o comenzar a hacer, esa distinción que de otra forma es puramente intuitiva. Los miles de personas que dieron voluntariamente sus datos, que dejaron que su perfil biométrico fuera registrado, que se acercaron a la autoridad estatal, no son obviamente delincuentes, y si lo fueran sería más fácil detectarlos y controlarlos con esos datos. Es razonable, entonces, permitir que esas personas se regularicen y se incorporen sin temor y sin ocultarse a la vida nacional, algo que, de otra parte, ya ha ocurrido, solo que lo ha sido al margen de las instituciones. ¿De qué forma podría afirmarse que transformar una mera situación de hecho en una situación jurídica expuesta al control puede ser inadecuada, peligrosa o dañina para la seguridad? ¿O se piensa acaso que es viable y razonable comenzar una expulsión masiva de cientos de miles de personas sin consideración a su conducta y por el mero hecho de estar, por decirlo así, indocumentadas?

Lo que parece estar ocurriendo es algo que podría llamarse populismo antiinmigración, es decir, la aparición de un punto de vista que se hace rápidamente solidario del sentimiento espontáneo de las personas que —esto no es novedad— son contrarias al extraño, al que viene de otra cultura, cuyas prácticas de diversión, culinarias y de otra índole se perciben como una amenaza o un arrebato de lo que se estima propio. Este populismo antiinmigración está, sobre todo, en ciertos sectores de derecha, que explotan ese sentimiento espontáneo de las personas racionalizándolo como una forma de defensa de la identidad o del ser nacional y otros argumentos semejantes.

Tampoco se trata, por supuesto, de situarse en el punto de vista opuesto: en una izquierda que se contenta con afirmar los derechos de manera irrestricta y que se niega, entonces, a controlar la migración. Si la antiinmigración explota la hostilidad inconsciente frente al extraño, este otro punto de vista se niega a ver el problema y de esa forma no hace nada por resolverlo.

La regularización acotada, en cambio, con toda su redundancia (puesto que toda regularización debe serlo en base a requisitos y de esa forma, siempre acotada) es un esfuerzo razonable por distinguir distintas situaciones migratorias, una forma de controlar un fenómeno inevitable que, es mejor no olvidarlo, está a la base de la identidad de muchos que hoy, olvidando su origen o idealizándolo, olvidan que entre sus ancestros hay también un inmigrante alguna vez descalzo. (El Mercurio)

Carlos Peña