Reparar el pasado

Reparar el pasado

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El dictamen de la Corte Suprema de Estados Unidos en que revirtió lo que se ha llamado “discriminación positiva”, levantó un vendaval de críticas, no solo dentro de las fronteras del Tío Sam. Se han citado las palabras razonables de Lyndon Johnson en un discurso en Harvard en 1965, donde señalaba que liberar a un grupo oprimido por siglos podía ser dejarlos inermes ante cualquier jauría. Cierto. La libertad requiere aprendizaje, discernimiento, capacidad de desafiar y asumir riesgos (una libertad asegurada contra todo peligro no es tal), sobre todo una virtud de la adaptación, entendida como algo distinto de la mera imitación mecánica.

Porque aquí comienzan los problemas. El mantener a una minoría por tiempo indefinido en una especie de estatus de protegida, con trato preferencial, crea ese síndrome de la dependencia, el peor de todos, casi siempre acompañado por una suerte de ideología de la victimización, con demandas que no cesarán jamás. En algún momento los presuntos poderosos, o donantes a la fuerza, al comienzo moral, después coercitiva debido a la tributación, se van a cansar y estallarán de ira y resentimiento ocultos, con argumentos disfrazados de racionalidad funcional. Parece que es lo que ha sucedido en Europa y EE.UU. con la inmigración, influyendo de manera quizás decisiva en el paisaje electoral. Hace siglo y medio que ocurrió la emancipación de los esclavos en EE.UU., y casi 60 años de la Ley de Derechos Civiles a la que aludía Johnson, del fin de la discriminación racial. Cierto, las costumbres son arraigadas, aunque no se debe silenciar que la victimización —síndrome de niño malcriado— ayuda a crear anticuerpos contra una real modificación de las costumbres, para considerar como algo natural el que seamos distintos sin afectar en lo esencial la oportunidad de un nivel dado de civilización.

En realidad, no solo por motivos de cansancio no se puede eternizar la discriminación positiva (confieso que no me gusta, si bien en ciertos casos puede ser justa y necesaria, dentro de ciertos límites), sino por razones sustantivas. Primero, el pasado no se repara como si fuera una falla mecánica, sino que intentarlo es ontológicamente imposible. Segundo, toda sociedad humana comenzó como pueblo originario. Estaba en el destino de lo humano brincar a lo que hoy los especialistas denominan la sociedad compleja; prefiero el apelativo de civilización. Esta no es una panacea definitiva; lo humano jamás lo será. Pero dentro de sus límites es donde se define el mejoramiento moral y material, ambos inseparables en la conciencia moderna, siempre un aprieto y frustración.

La discriminación positiva nació de la experiencia anglosajona en América del Norte. De ahí se derrama a otras democracias —en otros sistemas creen que no les incumbe—, y por eso llega a Chile principalmente en torno al conflicto mapuche. El secreto parece radicar en cómo poder integrarlos rápidamente y que a la vez sepan traducir por sí mismos —y no como experimento antropológico— su herencia cultural a las nuevas condiciones. Aunque es distinto al caso de sociedades arcaicas, algunas colonias inmigrantes del pasado lo lograron en Chile y no se puede decir que estén enajenadas, a pesar de que desgraciadamente olvidaron su idioma paterno. Soy escéptico de que la entrega de tierras solucione algo (nada se ha logrado); sin embargo, debemos estar abiertos a que las cosas resultan por los motivos más extraños.

Lo que sí es seguro es que no puede ir por el camino del subsidio permanente, de la dependencia de un estatus fijo ni de la conservación congelada de un grupo para solaz de lobbies de turno. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois