Respondo en este espacio a dos reacciones a columnas de mi autoría. La primera es de la presidenta del Consejo Nacional de Televisión y premio nacional de Periodismo, Faride Zerán; la segunda es del también premiado periodista y columnista Daniel Matamala. Antes que todo, agradezco dichas respuestas, pues abren la posibilidad de debatir y disentir públicamente, cosa que en Chile –cuyo debate público se asemeja a las batallas más oscuras y absurdas de la Primera Guerra Mundial- rara vez ocurre. Dicho eso, vamos al grano.
Yo afirmé en la columna “Romperlo todo” que me parece intolerable que la profesora Zerán pretenda usar el Consejo Nacional de Televisión como una herramienta para perseguir periodistas que pongan en aprietos al Apruebo. Esto, en relación al caso de la periodista Mónica Pérez, quien ha sido objeto de un burdo matonaje con publicidad, utilizando el sistema de denuncias ante el CNTV en su contra con el objetivo de dañar su reputación y advertir, por la vía de este ejemplo sacrificial, a otros periodistas que pudieran incomodar al Apruebo.
¿Cuál fue el pecado de Pérez? Leer la propuesta constitucional, en particular el Artículo 44 y entender que del 44.5 (“El Sistema Nacional de Salud es de carácter universal, público e integrado…”) y del 44.7 (“El Sistema Nacional de Salud podrá estar integrado por prestadores públicos y privados”) se concluía que todos tendríamos que pasar por el sistema de atención primaria antes de pasar a un especialista. La respuesta a esta interpretación, para nada descabellada, ha sido la persecución en vez de explicaciones razonables respecto a cómo se supone que operará el sistema de salud bosquejado en el texto. ¿Es el CNTV el llamado a hacerlo?
Zerán me responde en su columna recordando las funciones y atribuciones de su cargo, así como del Consejo, y señalando que no es posible hacer uso de él como herramienta de persecución política, y que el caso de Mónica Pérez está siendo procesado igual que cualquier otro denunciado ante el organismo. Concluye alegando que esperaría que quienes hacen estas advertencias tengan presentes al menos las instituciones a las que se refieren.
Yo podría coincidir con la profesora Zerán en que hoy resulta difícil utilizar formalmente el CNTV como herramienta de persecución política. Sin embargo, eso no quiere decir que no pueda ser utilizado informalmente con esos fines. Y han sido justamente las declaraciones de Zerán sobre una supuesta campaña de desinformación y mentiras por parte del Rechazo, cruzadas con la utilización política del sistema de denuncias ante el CNTV en contra de Pérez, lo que ha causado escándalo y a lo que yo, al menos, me refería como algo reprochable e intolerable en mi columna.
Ahondaré en este punto: parte de la estrategia comunicacional de la campaña del gobierno en contra de la opción Rechazo en el plebiscito de salida ha sido acusar la existencia de una supuesta campaña organizada de desinformación y mentiras enquistada en los medios de comunicación, pretendiendo que el crecimiento de dicha opción se debería a un engaño mediático en vez de a objeciones sustantivas al texto de la propuesta emanado de la Convención o a la Convención misma. El ataque a la prensa y a los periodistas por parte de la nueva izquierda liderada por el Presidente Boric ha sido reiterado, y ya lo usaron durante la primera vuelta presidencial. Cuando no les va bien, suelen culpar a los medios.
Las acusaciones en contra de la periodista Pérez son parte de esta misma estrategia y tienen como objeto validar sus acusaciones. Basta reconstruir su origen para notarlo. Luego, al reproducir Zerán, desde la presidencia del CNTV, los eslóganes de la campaña del Apruebo y, al mismo tiempo, anunciar que el caso de Mónica Pérez será investigado ha contribuido al asesinato ejemplar de imagen urdido en contra de la periodista. Ha validado el discurso de los perseguidores, al mismo tiempo que le toca juzgar a una de las perseguidas. Lo que falle finalmente el CNTV, para el caso, es de escasa importancia. El impacto mediático y político es ahora. Con esto se cierra mi argumento respecto al caso CNTV.
Finalmente, quiero hacerme cargo también del argumento de autoridad esgrimido por Zerán. Ella se señala a sí misma en su columna como un ejemplo de la lucha por la libertad de prensa. Yo quisiera responderle, con todo respeto, que luego de revisar sus acciones durante la última década me siento obligado a discrepar de esa evaluación.
En primer lugar, la profesora Zerán lleva años reclamando respecto a una supuesta concentración de los medios de comunicación que llevaría a un monopolio político de los mismos. Sin embargo, su argumento se sostiene principalmente sobre lugares comunes relativos a la propiedad de la prensa impresa, dejando de lado cualquier consideración sobre la mediación profesional de los periodistas que trabajan en dichos medios, por un lado, e ignorando la nueva realidad de las comunicaciones generada por la masificación de internet y los medios digitales, por otro. Para peor, como solución a este supuesto monopolio, Zerán propone la creación de medios de comunicación “públicos”, pero desde un marco teórico en que lo público se entiende exclusivamente como lo estatal y lo estatal como patrimonio de la izquierda. El mejor ejemplo de la puesta en práctica de esta filosofía, lamentablemente, es la rectoría de Ennio Vivaldi en la Universidad de Chile, en la que la profesora Zerán ejerció desde 2014 como vicerrectora de Extensión y Comunicaciones.
Por otro lado, es un hecho público que Zerán apoyó en las primarias de la izquierda la candidatura del comunista Daniel Jadue y defendió su infame “ley de medios”. En otras palabras, Zerán promovió a un candidato que pertenece a un partido que defiende abiertamente regímenes donde la libertad de prensa no existe o es perseguida a diario: la Venezuela de Chávez-Maduro, el (superado) Ecuador de Correa, la Argentina kirchnerista, la Cuba castrista y la Nicaragua de Ortega. Y validó sin dobleces una propuesta programática que constituía un asalto descarado a dicha libertad.
Yo no puedo, entonces, concordar con la imagen que Zerán tiene de sí misma como paladín de la libertad de expresión. Claramente entendemos cosas en extremo distintas a partir de ese concepto (así como parecemos diferir bastante en torno a la definición de lo público o lo estatal). Haría falta una discusión mucho más larga para aclarar estos asuntos y precisar bien nuestras discrepancias.
Daniel Matamala, por su parte, expresó desconcierto en su columna dominical “Mapuches millonarios” en La Tercera respecto de otra columna dominical de mi autoría, “La Constitución del privilegio”.
En primer lugar, creo que es sano comenzar despejando el hecho de que cualquier beneficio legalmente asignado a un individuo o grupo de personas por sobre el común de los demás constituye un privilegio legal. Otra cosa es que evaluemos dicho privilegio como justo o injusto. Y yo entiendo que alguien que se precia de ser un campeón antiprivilegios, pero se encuentra haciendo campaña por privilegios que cree justos, se sienta contrariado. Sin embargo, lo correcto es que aclare que su lucha es sólo contra los privilegios que le parecen injustos, en vez de irse contra el significado de los conceptos. No sea cosa, además, que algún actor compungido por haber sido desinformado lo denuncie a la RAE.
Tal como reproduce Matamala en su columna, yo afirmo que la actual Constitución (2005, firmada por Lagos) no establece privilegios legales para ningún grupo en particular, a diferencia de la propuesta constitucional emanada de la Convención, que establece una abrumadora batería de privilegios en beneficio de los “pueblos y naciones” que se identifiquen como indígenas o “tribales”. En mi columna detallo dichos privilegios, cuyo efecto combinado me parece odioso e injusto, y su ubicación en la propuesta.
El argumento de Matamala parece ser que esa igualdad formal contribuye, justamente por su neutralidad, a reproducir las desigualdades reales. Sería, entonces, justamente porque la Constitución del 2005 no privilegia a nadie desfavorecido en el plano de la realidad, que protege los privilegios reales de los favorecidos.
Yo, en principio, concuerdo con que una misma ley puede volverse más o menos onerosa de cumplir dependiendo de las condiciones materiales de quienes se ven obligados por ella. Y también estoy de acuerdo en que existan determinadas políticas de reparación respecto a grupos históricamente oprimidos. Sin embargo, veo en la igualdad ciudadana ante la ley un valor republicano fundamental y una condición básica para la realización de la justicia y la legitimidad del orden político. Luego, me parece que todo privilegio legal debe ser ampliamente discutido y justificado para lograr precisión y ponderación en su asignación. De lo contrario, con la excusa de ayudar a los grupos desaventajados, bien podríamos terminar desmontando los fundamentos mismos de la cooperación social bajo instituciones republicanas. Y cuando el Estado de Derecho se viene abajo, son los más débiles los que más sufren.
Este debate no es nuevo, de hecho. Basta revisar Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías, de Kymlicka (1995), El multiculturalismo del miedo (2000), de Jacob Levy, y El archipiélago liberal (2003), de Chandran Kukhatas, para notar que incluso liberales progresistas y de izquierda como Matamala, si se toman en serio este tema, tendrán que pasar por un quebradero de cabeza. Y es que muchos de los supuestos de su tradición política se encuentran en abierta tensión con los corporativismos identitarios, tribalismos, nacionalismos étnicos y filosofías “decoloniales” que inspiran la propuesta de la Convención. La historia del liberalismo es, en buena medida, la historia de la lucha contra todo privilegio legal corporativo, racial o social. Al avance de esa lucha es que le llamaban “progreso”. Luego, no es llegar y asumir la política identitaria con cara de “aquí no ha pasado nada”. Si lo hacen, comenzarán a avanzar con los ojos cerrados, de tropiezo en tropiezo.
El caso chileno, además, es particularmente complejo. No sólo somos un pueblo efectivamente mestizo, sino que nuestra identidad nacional siempre lo ha sido también. Los únicos nacionalismos étnicos de factura chilena son la teoría de Nicolás Palacios (en su libro Raza Chilena) de que la combinación del elemento visigodo hispano y el mapuche había generado una súper-raza guerrera, y la ((más) delirante) ampliación de la misma teoría por parte de Miguel Serrano (El ciclo racial chileno). Serrano alegaba que, en realidad, los mapuches eran visigodos del sur, hiperbóreos todos, por lo que no se trataba de un caso de mezcla racial, realmente (lo que, a su vez, explica que los nazis chilenos se sientan “arios” sin tener apariencia nórdica, lo que es material constante de burlas). Nadie, ni los nazis chilenos, han logrado pasado por alto nuestro carácter mestizo. ¿Por qué la nueva Constitución y Daniel Matamala sí lo hacen?
A diferencia de los colonos ingleses u holandeses, los españoles se mezclaron masivamente con la población indígena. Y el mundo que emergió de esa mezcla, con todas sus injusticias estructurales a cuestas, no se parece en nada a la realidad neozelandesa, australiana, estadounidense o canadiense. Por lo mismo, las políticas de reparación diseñadas en esas latitudes resultan difícilmente aplicables a nuestra realidad, en que lo indígena es un asunto de grado y no de absolutos. Compartimos sangre, territorio y costumbres. Reparar se hace más difícil en la medida en que más cuesta distinguir al destinatario de la reparación del resto. Es complejo trazar una línea y, donde sea que se trace, la distinción resultará cuestionable, arbitraria y probablemente odiosa. ¿No es evidente lo problemático que resulta recargar de privilegios al que se presente como indígena en un contexto tal? ¿No es claro, además, el incentivo al rentismo étnico que conlleva la propuesta?
Los chilenos siempre han aspirado a una severa igualdad ante la ley, justamente bajo el entendido de que esa igualdad es la fuente de la justicia en nuestras relaciones. La propuesta constitucional de la Convención establece una diferencia odiosa, en base a criterios raciales cuestionables, entre chilenos que son exactamente igual de oprimidos. ¿Qué esperan que surja de aquello sino indignación? Matamala toma el caso facilito (en los que suele caer para hacer un punto) de un chileno millonario de tez clara para hacer su punto. Algo que representa a un porcentaje ínfimo de la población. Pero que tome ahora el mucho más probable y obvio de alguien claramente mestizo vecino de un indígena privilegiado, cuyo voto valdrá menos, su propiedad tendrá menor protección y no contará con ninguno de los muchos beneficios estatales asignados según raza, pero tendrá que financiarlos todos (además de toda la burocracia indígena paralela) mediante impuestos.
Por otro lado, la propuesta mezcla con total descuido reconocimiento y reparación, cuando hay etnias respecto a las que el Estado chileno no tiene ninguna deuda histórica. ¿Qué les hizo el Estado chileno, por ejemplo, a los changos, aparte de ayudar a reinventarlos mediante el rescate de lo que se cree era su idioma? ¿Qué le hizo el Estado chileno al “pueblo tribal afrodescendiente”? ¿No es evidente la desmesura de tratar estos y todos los demás casos como equivalentes al mapuche para efectos de reparación histórica?
Finalmente, incluso el argumento de que esta asignación de privilegios es el precio por la paz en la Macrozona Sur resulta débil y probablemente falso. La propuesta constitucional incentiva las disputas por tierras en vez de contenerlas. Y esas disputas llevarán el conflicto y la violencia a todos los confines del país. Lo que se está viviendo hoy en Coronel y en El Quisco, cuando no lo que pasa hoy en Capitán Pastene o Quidico, será la tónica de la realidad creada por el nuevo orden institucional. El proyecto de la Convención facilita, al atomizar políticamente la administración, que movimientos etnonacionalistas y secesionistas avancen sus agendas amparados, o al menos usando como excusa, la ley.
Por lo mismo, no es raro que muchos indígenas no se identifiquen con la propuesta (que emanó, por lo demás, de representantes que no representaban casi a nadie y una consulta indígena que cubrió a un porcentaje irrisorio de sus destinatarios). Algo evidentemente tan mal pensado, polémico e injusto los podría poner en un mal pie respecto a los demás chilenos, que efectivamente quedan como ciudadanos de segunda categoría en la propuesta. Y el resultado de algo así, nos señala la historia, suele ser el horror.
Concluyo, entonces, señalando que el proyecto republicano chileno de una nación mestiza es incompatible con el corporativismo étnico introducido por la propuesta de la Convención, por más que le hayan metido un par de artículos sobre la unidad nacional como saludo a la bandera. Y que, por lo mismo, quienes creemos en dicho proyecto deberíamos rechazarla. No tengo idea qué pensará el señor Matamala sobre esto, pero le puedo asegurar que, en este tema, le será mucho más difícil sentirse “en el lado correcto de la historia”. Bienvenido a esa incomodidad. (La Tercera)
Pablo Ortúzar