La emergencia del covid-19 ha tenido y tendrá impactos económicos y financieros sustantivos. Y sabemos que, sin las decisiones correctas y oportunas, su alcance puede ser muy profundo.
En Chile, la respuesta sanitaria ha permitido, hasta ahora, contener el avance de los contagios. A nivel económico, los paquetes de medidas del Gobierno han estado orientados a trabajadores dependientes; a posponer pagos tributarios de empresas y personas; y a apoyar a los independientes. Y recientemente se lanzó un programa de garantías estatales —línea covid-19— que busca que el crédito siga fluyendo.
Hasta ahora, las medidas implican algunos desembolsos extras del Estado, de carácter transitorio. Varias se financian vía reasignaciones y otras postergan ingresos. En el caso de las garantías, estas son un pasivo contingente que implicaría gasto solo si llegan a ejecutarse. El Gobierno ha delineado cómo deben ser otorgados estos préstamos, sus plazos y posibles adquirentes, pero aún hay aspectos por definir.
No obstante, ya hay quienes han criticado el programa, señalando que sería una suerte de regalo a la banca.
Al respecto, y dejando claro que no se está capitalizando a la banca privada, que no hay un peso fiscal que pase al patrimonio de los bancos, creo importante hacer algunas precisiones.
En primer lugar, dada la naturaleza de esta crisis, hay consenso entre los expertos sobre la necesidad de disponer de esquemas de garantías públicas para evitar un colapso del crédito. De hecho, la mayor parte de los países avanzados ha desplegado programas de este tipo.
En segundo lugar, las restricciones del programa en Chile son más severas que en otros países. Por ejemplo, en ninguna otra geografía se han subordinado las amortizaciones de créditos existentes al pago de los nuevos préstamos durante su período de gracia.
En tercer lugar, más allá de las garantías, la banca asume importantes costos. Por un lado, dado que estas garantías cubren menos del 100% de la deuda, una fracción relevante del riesgo, que hoy es elevado, sigue en el balance de los bancos. Por otro, las comisiones para la administración del sistema —que típicamente pagaban las empresas— ahora deben asumirlas quienes otorguen los créditos. A esto se suman los costos operacionales que, por volúmenes esperados y la complejidad del entorno, impondrán grandes desafíos técnicos.
Por último, y si bien el Banco Central ha recortado la TPM a su mínimo técnico y ha implementado nuevas facilidades de liquidez, el costo de financiamiento para los bancos no se ha reducido proporcionalmente. Sin ir más lejos, los spreads que pagan los bonos bancarios han subido entre 100 y 150 puntos en las últimas semanas.
Estamos conscientes de que esta crisis ha tenido severos impactos y que entre todos deberemos hacer sacrificios. Por eso, hemos implementado acciones para apoyar a nuestros clientes, incluyendo prórrogas y refinanciamientos, y hemos sido de las primeras empresas en anunciar sin ambages que sostendremos todos los empleos e ingresos de nuestros empleados y no haremos despidos en este período.
Como se ve, hemos estado llanos a apoyar las políticas públicas. Por lo mismo, hoy no cabe una mirada miope. Debemos exigir que el debate se efectúe con altura de miras y responsabilidad.
La solidez de la banca no está en discusión. Sin embargo, se deben tener en cuenta las condiciones mínimas para que la industria siga siendo viable. La experiencia muestra que las crisis financieras tienen repercusiones económicas y sociales profundas e involucran altos costos fiscales. Cuando nuestro país sufrió la crisis bancaria en 1982, debido a una regulación inadecuada y una banca mal capitalizada, el gobierno debió destinar cuantiosos recursos no para salvar a los dueños, que de hecho perdieron su capital, sino que para apoyar a los depositantes y evitar el colapso del sistema de pagos.
Actuemos con responsabilidad, porque solo así construiremos una economía sólida y capaz de sortear tiempos complejos.
Claudio Melandri
Presidente Banco Santander