Por supuesto que se puede. En materia de pensiones -como en tantas otras- no hay una sola opinión informada y fundada. La heterogeneidad de visiones, interrogantes y propuestas, respecto de una cuestión además sumamente compleja, lejos de ser una amenaza para el debate y la democracia, la despiertan, enriqueciéndola.
Menester es dejar en claro entonces que uno no es más ni menos demócrata, como a ratos se insinúa, por estar en desacuerdo con el acuerdo, o con más de un acuerdo o con muchos acuerdos que se propongan.
La democracia raya la cancha de los medios que la política y el poder deben respetar para resolver sus discrepancias y concordancias, pero no de los resultados. Éstos, en cambio, se definirán en base al intercambio de ideas y al escrutinio intelectual y también político sobre la conveniencia del acuerdo, considerando siempre las limitaciones de la política para identificar los dilemas y luego interpretar las preferencias de múltiples ciudadanos diversos al respecto.
Enhorabuena, en una democracia constitucional y liberal robusta, el valor de las credenciales que distinguirían a un demócrata de un no demócrata en base a su disposición al acuerdo, en términos generales, o al apego a los términos de un determinado acuerdo, es nulo. Y además de nulo, es irrelevante, aunque le pese a esas personalidades con grandes egos que, pública o privadamente, se dedican a distribuir los galvanos democráticos.
Tampoco se trata de una cuestión moral o de una obligación de carácter ético el tener que arribar al acuerdo en pensiones, como algunos comienzan a plantear. “Elevar” estas discusiones políticas y de política pública a la categoría de obligaciones morales o de resultados éticos tuerce el debate. ¿Por lo demás, por qué sería este caso, el de las pensiones, más urgente o moralmente más imperioso que un acuerdo, por ejemplo, en materia de listas de espera? ¿O para frenar la violencia en los establecimientos escolares?
En una democracia libre, el intercambio de ideas hará que cada ciudadano se forme una opinión sobre las propuestas políticas en juego y, en base a ella, actuará en consecuencia, asumiendo los efectos de su decisión. Pero entre esos efectos, en una democracia de adultos al menos, no está el ser sujeto de una letra escarlata por su desacuerdo con el acuerdo. Menos el ser sujeto de aburridas prédicas en favor de los acuerdos, como fines en sí mismos, o de reprimendas cuando se discrepa al efecto.
Una democracia liberal tiene ciertos atributos o elementos esenciales, que emanan de las ideas de la ilustración y la modernidad. Entre ellos, la libertad de la persona, el respeto por el Estado de derecho, la igualdad ante la ley, la promoción y defensa de la propiedad privada y de los elementos propios de una sociedad abierta. El compromiso básico con la democracia se mide contra atributos como los que expongo, los que son suficientemente amplios para que se desplieguen ideas y proyectos políticos diversos, y no, a mí buen saber y entender, por la disposición a los acuerdos y menos a un posible mal acuerdo.
Llevado al extremo, si la disposición al acuerdo fuera la vara, ella podría requerir renegar del proyecto político del que se es parte por el mero valor de los acuerdos. De ser así, sí se generaría un problema para el buen funcionamiento de la democracia, pues esta supone ideas distinguibles, así como el sostenerlas, promoverlas y defenderlas. Un proyecto político debe tener, como, condición sine qua non, ideas, las que no deben negarse u ocultarse. Coherentemente con ellas y por ellas, el político apostará y arriesgará, como decía Cayetana Álvarez de Toledo en una conferencia. Si no “pa’ qué” como dicen los jóvenes.
Por cierto, eso no significa que el político no pueda tener la capacidad y disposición a concordar, pero la concordia no supone, ni menos exige, que éste reniegue de la posibilidad de conducir la sociedad hacia un proyecto que considera mejor por el mero afán de alcanzar un acuerdo. Anular los rasgos que nos diferencian mutila el pluralismo que es fundamental en democracia.
La política identifica problemas (que no son homogéneos, pero que se intentan agrupar para fines regulatorios) y busca soluciones (aun cuando las personas suelen encontrarlas, de manera heterogénea, y antes que la política, en la esfera de su trayectoria vital). La política nos ofrece caminos, y ellos deben ser evaluados en su mérito y contenidos. Hacerlo es un deber, y hacerlo de frente, con respeto y con argumentos, le hace bien a la democracia.
La desafección con la política, estimo, no pasa porque ésta llegue o no a acuerdos, menos aun si sabemos que la política tiene problemas para agrupar preferencias diversas. La desafección, estimo, pasa porque la ciudadanía termina advirtiendo que la política le ofrece soluciones que en realidad no son tales o que, más bien, se cargan sobre los hombros de los electores, en este caso de los trabajadores formales de clase media, que presienten que “la solución” puede terminar por acarrearle más costos que beneficios, por ejemplo, en el ámbito del mercado laboral y de los salarios que ahí se ofrecerán (pilar esencial para que luego funcione bien un sistema de pensiones).
Esa realidad, que no se explica, y respecto de la cual no se va de frente y que se agazapa tras alguna injusticia que resolver para rehuir las explicaciones y, en último término, la responsabilidad, es lo que pienso tiene cansado al electorado. (Ex Ante)
Natalia González