La Convención no lo ha decidido y ni siquiera se ha presentado una propuesta para que así lo haga, pero el régimen de gobierno en Chile seguirá siendo el presidencial.
No es que exista unanimidad en torno al régimen de gobierno que contemple la nueva Constitución, pero las fórmulas alternativas ya no se defienden con la vehemencia con que se planteaban meses atrás. Los defensores del parlamentarismo han reconocido que su propuesta no suscita adhesión, y los del sistema semipresidencial no logran articular una respuesta convincente a las críticas y reparos que su introducción en Chile provocaría.
Gana terreno, en cambio, la mantención del sistema presidencial de gobierno, aunque atenuado. Es comprensible esta corriente que entronca con una de las más fuertes tradiciones chilenas en materia constitucional. Y la refuerza, además, la experiencia reciente.
El gobierno presidencial, como es sabido, fue impuesto en Chile en 1925 por el Presidente Arturo Alessandri, con el decisivo apoyo militar, y en contra de los principales partidos políticos de la época -conservadores, radicales y parte de los liberales- que se abstuvieron en el plebiscito de agosto de 1925 que aprobó la Constitución.
No arraigó de inmediato, pero a partir de los años treinta del siglo pasado no fue mayormente cuestionado y la fuerte personalidad de los presidentes contribuyó al desarrollo de una tendencia política fuertemente presidencialista, que plasmó, bajo la Constitución de 1925, en diversas reformas constitucionales que ampliaron las atribuciones del Presidente de la República, y luego en la Constitución de 1980 que tuvo en el fortalecimiento del Jefe de Estado uno de sus rasgos más salientes.
Sucesos recientes, además, han contribuido, por una parte al descrédito del Congreso Nacional y al cuestionamiento de los partidos políticos, y por otra, han manifestado el realce que tiene en el país la figura presidencial.
Respecto al Congreso, se ha hablado de un “parlamentarismo de facto”, aunque quizá fuera más propio hablar de un “anarco parlamentarismo” o de una fórmula de gobierno convencional en que el Ejecutivo es irrelevante. Y a ello se añade el número e indisciplina de los partidos políticos, que impide la formación de una mayoría política estable necesaria para sustentar la acción del jefe de gobierno, figura central en un régimen parlamentario y de gran importancia en el semipresidencial.
La reciente elección de Presidente de la República, a su vez, ha puesto de manifiesto la importancia que la ciudadanía asigna en Chile a la persona que dirija el gobierno del país, que es el rasgo definitivo del sistema presidencial. A la luz de esta realidad, es ilusorio pensar tanto en un Presidente que sea mero Jefe de Estado y que no gobierne, que es lo que ocurre en el parlamentarismo, o que junto a sí tenga a un Jefe de Gobierno de confianza del Congreso y que quizá no comparta sus ideas, como es lo propio de la fórmula semipresidencial de gobierno.
Habrá, pues, un sistema presidencial de gobierno en la nueva Constitución. No tendrá, seguramente, las mismas atribuciones de que goza a la fecha el Presidente de la República, pues se le restarán algunas, sea en materia de nombramientos que hoy son de su exclusiva confianza, o respecto a su participación en la labor legislativa, pero no veo que la mayoría de la Convención quiera privar al futuro Presidente cuya elección celebra, de las facultades propias de un Jefe de Estado que gobierna, que es lo propio del presidencialismo. (El Líbero)
Raúl Bertelsen