Fui de aquellos que miraron con expectación la última elección de consejeros del Colegio de Abogados. Me había sorprendido favorablemente la señal dada el año pasado por su Consejo al establecer una cuota mínima de género del 40% para sus elecciones, y mayor aún fue mi sorpresa cuando el sufragio de principios de junio arrojó que siete de los nueve candidatos más votados fueron mujeres, la primera mayoría incluida. Dos de ellas, de hecho, debieron ceder sus cupos a hombres, que terminaron siendo favorecidos por la cuota, algo que nadie había pronosticado.
Constituido el nuevo Consejo, tocaba a sus miembros elegir a la directiva que regiría por los próximos dos años. Algo que se anticipaba fácil, y que suponía la renovación de su presidente, dejó de serlo por la inesperada señal que arrojó la elección. Dadas las circunstancias, ¿iba la lista ganadora y mayoritaria a optar por la continuidad o iba a leer correctamente el nuevo escenario que ella misma había contribuido a crear? Enfrentada a esta disyuntiva, y fraccionada internamente, optó por la continuidad. La decisión se probó tan desacertada que días más tarde el reelecto presidente tuvo que poner su cargo a disposición y, peor aún, ad portas de la reunión del Consejo de mañana que tendrá que resolver el desaguisado, renunció a su cargo la mujer que había obtenido la primera mayoría.
Dudé mucho acerca de si escribir estas líneas, porque soy cuñado de ella, lo que inevitablemente conduce a dobles interpretaciones. Pero me incliné por hacerlo porque me parece que aquí hay algo importante en juego, que va más allá de las personas, y que evidencia un patrón social que debemos mirar y corregir.
Para entender bien lo que quiero mostrar, resulta clave la respuesta que nos demos a esta pregunta: ¿por qué el 24 de junio la lista mayoritaria decidió reelegir a su presidente del gremio en lugar de jugarse por una mujer? Una respuesta simple sería decir que era lo que tocaba, que ese ha sido el caso con los últimos presidentes, que así estaba acordado. Una respuesta más desafiante sería decir que ese atrevido paso de establecer cuotas de género se dio para quedar bien con la sensibilidad social reinante, pero sin entender cuál es el asunto de fondo.
Lo que ha ocurrido desde ese día hasta ahora me parece que refuerza la segunda respuesta, pues los dichos y hechos que se han observado dan cuenta, en varios de los actores involucrados, de la presencia de un sesgo patriarcal, ese que cree hacerle un favor a la mujer cuando se le abren cupos en órganos directivos, ese que presta más atención a una voz masculina que a una femenina en esos espacios, ese que no duda en tachar de “feministas” a quienes levantan la voz demandando mayor protagonismo de la mujer en la toma de decisiones.
Para quienes se paran desde ahí, normalmente de manera inconsciente, el lograr mayor equidad de género es haber cumplido. Pero el desafío es más grande, y consiste en valorar el aporte distintivo que hace la mujer en los puestos de dirección, particularmente en organizaciones que han sido históricamente dominadas por hombres, como el Colegio de Abogados. Más allá de la equidad, por lo tanto, el reto para todos está en entender el enorme valor que tiene la diversidad —de género, política, generacional, cultural o social—, y evitar ser presas del efecto tribal que habita en todo ser humano, que nos lleva a juntarnos con aquellos que son como nosotros. Ese es el patrón social que hoy parece evidenciarse en algunos consejeros del Colegio de Abogados y que vendría bien mirar y corregir, en un Chile crecientemente diverso. (El Mercurio)
Juan Carlos Eichholz