Orlando Walter Muñoz, crítico de cine y director teatral que tuve en el colegio, solía hablar de su «único gran amigo», aunque siempre mencionaba a una persona distinta, todas de Valparaíso; por ejemplo, al cineasta Aldo Francia, al escritor Carlos León, al fotógrafo José Pellerano, al cronista Alex Varela, al poeta Juan Luis Martínez, o al maestro espiritual José Troncoso, hoy retirado en el Valle del Elqui. Yo mismo fui mencionado alguna vez como su único gran amigo. No es que quien nos adjudicaba esa calidad estuviera confundido hasta el extremo de no saber cuál era en verdad su único gran amigo. Se trataba simplemente de un juego, de una manera algo extravagante de ungir a varios de sus amigos en tan privilegiada condición.
A una de mis amistades, que lo fue también de Orlando Walter, le ha dado ahora por hablar de «mi último gran amigo», lo cual resulta más plausible que aquello de «mi único gran amigo». Sin embargo, quien pronuncia la primera de tales declaraciones cambia también con frecuencia el nombre que la acompaña, de manera que cada vez que me encuentro con él pregunto: «¿Quién es tu último gran amigo?». Obviamente, se trata también de un juego, porque la verdad es que a partir de cierta edad resulta muy difícil hacer amigos, y menos grandes amigos. Amistades, lo que se llama tales, uno hace pocas durante la vida y casi ninguna en el tercio final de esta. Hay que agradecer que se cuente con tres o cuatro amigos que puedan ser considerados de la primera línea. Ya sé que la palabra «amigo» está hoy bastante debilitada y que solemos utilizarla para referirnos a personas simplemente conocidas y que nos caen bien. Pero si se trata de tomarnos en serio esa palabra, nada mejor que adoptar la grave definición de Raymond Carver: «Amigo es aquel por el cual uno está dispuesto a equivocar el camino». O esta otra, de Ribeyro: «Amigos son dos que guardan algo el uno del otro y que al encontrarse lo recuperan». Algo que puede ser la jovialidad, el coraje, la duda o la fantasía.
Mi último gran amigo es precisamente Ribeyro, a quien conocí hace poco gracias a su formidable diario «La tentación del fracaso». Conté en otra columna cómo llegué a ese libro la mañana del domingo previo a la última Navidad. Pero ahora, una vez concluida la lectura, puedo decir que el escritor peruano se ha incorporado en gloria y majestad a la galería de mis mejores amistades literarias: Proust, Conrad, Melville, James, Virginia Woolf, Greene, Bolaño, Sebald.
«¿Con quién estás?», preguntó mi mujer al responderle un llamado desde el café en que me encontraba. «Con mi amigo Ribeyro», respondí. «¿Quién?», insistió. «Ribeyro, el flaco Ribeyro», expliqué. «¿El flaco?», continuó ella con sus preguntas. «Sí, el flaco, Julio Ramón Ribeyro, el escritor», me explayé. «Ah, ya», fue su ambiguo comentario final, que podía transmitir tanto aprobación como desconcierto.
Se produce una cierta forma de amistad con los escritores que nos gustan, especialmente, como en el caso de Ribeyro, si hemos llegado a conocerlos merced a un texto autobiográfico. Una amistad que se refuerza cuando ese escritor amigo invita a leer a alguno de sus colegas que también llegaremos a gustar o que gustábamos ya. ¿No fue acaso mi temprana amistad con Graham Greene la que me llevó a leer a su amigo, más tarde también mío, Evelyn Waugh? Ribeyro: «La gran admiración que nos despierta un escritor se nota no tanto en que nos impone la lectura de su obra, sino la lectura de sus lecturas». Al revés, nada puede resultar más decepcionante que descubrir que un escritor amigo aborrece a otro con el que también habíamos hecho amistad.
De Ribeyro leo ahora «Prosas apátridas», unos monólogos que dejó en forma de fragmentos, y como la desconcertante evanescencia que afecta a todas nuestras lecturas pasadas empieza a hacer su efecto incluso sobre «La tentación del fracaso», rescato al fin la siguiente lamentación del autor: «Si supiera todo lo que supe, sabría más de lo que sé».