En una entrevista hace unas semanas Carlos Peña afirmaba, no sin cierta cuota de razón, que quién realmente gobierna el país es la ministra del Interior Carolina Tohá, causando de paso una comprensible molestia en las dependencias de La Moneda. Fue una manera de referirse a una situación que los chilenos no habían conocido hasta aquí, la de un gobernante vaciado del poder político que el electorado le confirió por amplio margen en la última elección presidencial.
Ha transcurrido ya más de medio año desde que el apabullante triunfo del Rechazo en el plebiscito de septiembre pasado dañó irreversiblemente las posibilidades del Gobierno de llevar adelante su programa, aunque no necesariamente las de ejecutar un necesario gobierno de administración en el tiempo que le queda, incluyendo la aprobación de las urgentes reformas que el país requiere en materia de pensiones y de salud, entre otras.
La irrupción del Socialismo Democrático como la principal fuerza política en el gabinete fue la respuesta al nuevo escenario político que se instaló después de la inapelable derrota del Apruebo. En eso estaban Tohá, Uriarte, Marcel y compañía, mostrando no poca muñeca para aprobar un TPP 11 que antes del plebiscito parecía destinado al olvido, cuando sobrevino el tiro de gracia que, contrariamente al duro golpe del Rechazo, se produjo sin previo aviso, gatillado desde el mismísimo sillón de O’Higgins.
En efecto, dos días antes de terminar el año 2022 -que después de todo no parecía un fin de año especialmente funesto-, el Presidente Boric anunció una sorprendente docena de indultos que no se demoraría en pasarle la cuenta, una que podría tornarse impagable en momentos que se ha desatado un delicado cuadro de inseguridad ciudadana. Esa desprolija y descriteriada iniciativa presidencial se convierte ahora en un peso muerto para Boric, justo cuando se requieren altas cuotas de liderazgo presidencial para hacerle frente.
Sus dichos y actos respecto a las policías y fuerzas armadas, realizados cuando era diputado no hace tanto, agudizan esa debilidad, que no es otra cosa que la falta de legitimidad y autoridad para liderar el exigente combate contra la delincuencia. En ese cuadro, entonces, sería verdad que gobierna Tohá.
Pero en un sistema presidencialista, sobre todo en uno tan exasperadamente fuerte como el chileno, al fin del día el que gobierna es el Presidente, incluso cuando su liderazgo político ha mermado a los esmirriados niveles que ostenta Boric. Aunque disminuido, el gobernante “habita” en la más alta magistratura, un lugar desde donde sigue dando aprobación a las decisiones más importantes de su gobierno, en esa “soledad del poder” que le es intrínseca y que adquiere su peor cara cuando el apoyo de su coalición política comienza a menudear -lo que ya está ocurriendo abiertamente.
En ese lugar, crecientemente desolado, se encuentra el Presidente, mucho más tempranamente en el transcurso de su mandato que ninguno de sus antecesores.
¿Cómo sigue desde aquí, políticamente descapitalizado, cuando quedan tres largos años de gobierno? Plenamente consciente de su situación Boric ha pedido una tregua, un ruego inédito en un gobernante chileno, que revela el preocupante enervamiento político que ha producido la delincuencia sin control.
Pero la intensidad de la actividad delincuencial no da espacio para que algo así se produzca. Entretanto nos agobia un déficit de gobernabilidad que incluso, para algunos, estaría poniendo en juego nuestra vida democrática.
Es momento de considerar todas las opciones entre las que hay quienes conciben una suerte de pacto político de unidad nacional. Cualesquiera que sean, se trata de decisiones trascendentales que requieren un gobernante en pleno ejercicio de sus potestades presidenciales. El tiempo apremia porque se aproxima la elección de los integrantes del Consejo Constitucional, cuyo resultado muy probablemente será adverso para el gobierno. El Presidente Boric no tiene tiempo que perder. (El Líbero)
Claudio Hohmann