En la ENADE 2024, el presidente de la República afirmó estar a favor de una reforma al sistema político chileno. Apoyó la idea de que ésta fuera legislada durante su gobierno y comprometió la promoción de un acuerdo con las distintas fuerzas para lograrlo.
“Quiero aprovechar la ocasión para señalar de manera explícita, y para evitar cualquier tipo de especulación o lugar a equívocos, que, como presidente de la República, estoy a favor de una reforma al sistema político”, señaló, respondiendo al llamado que previamente realizara la presidenta de ICARE, quién planteó la urgencia de realizar cambios al sistema político chileno que permitieran brindar mayores niveles de gobernabilidad.
Valioso compromiso en una instancia cuyo lema, “Contra Immobilis”, invitaba justamente a las autoridades y a la sociedad civil a rebelarse contra el estancamiento y la mediocridad. El presidente comprometía así, y en una temática de gran relevancia para el futuro del país, movimiento. Comprometía un cambio.
El mandatario fue más allá y descartó que su apoyo a una reforma al sistema político se relacionare con apuestas electorales inciertas, afirmando que el cambio sería “bueno para Chile y que lo que era bueno para el país no debía estar sujeto a cálculos pequeños”.
Pero como dice el refrán, del dicho al hecho hay mucho trecho. A casi un año de esa promesa, el Ejecutivo se desentendió de ella, tal y como ha quedado claro a partir de las indicaciones que presentó al proyecto de ley que al efecto se tramita en el Senado. El “cálculo pequeño”, en definitiva, habría sido más fuerte. Mucho más fuerte que los aplausos y alabanzas que ese día se llevó el mandatario tan solo por decir (y no por hacer).
Valgan las experiencias para sacar lecciones.
Desatada la pugna y develado el verdadero norte, el Senado no se dejó estar y esta semana la Comisión de Constitución ganó el gallito, aprobando de todas formas la norma que exige un umbral mínimo de votación a los partidos para para acceder a un escaño en el Congreso.
Pero el triunfo es amargo. Y es que no es trivial la pugna entre el Senado y el Ejecutivo en la materia. Sin el apoyo del último, además, es pasajero pues será muy difícil avanzar en el siguiente trámite legislativo.
Menos aún resulta baladí el enfrentamiento que asoma entre Apruebo Dignidad y lo que queda del Socialismo Democrático, que intenta revertir el autogol que en 2015 ejecutó contra sí mismo, al aprobar la reforma electoral de la presidenta Bachelet, y que le valió, con el correr de los años, su cuasi desaparición.
Si bien la introducción del umbral en nuestro sistema no es una cuestión pacifica (pues no es uno de listas cerradas), y menos lo es con la norma transitoria que originalmente se proponía y que lo licuaba en lo esencial, eliminarlo, sin ofrecer una propuesta alternativa que cumpla la misma función, no soluciona nada.
La propuesta del Ejecutivo, además de enterrarlo, vuelve sobre ideas polémicas: las órdenes de partido y la sanción de la pérdida del escaño aplicable al parlamentario que renuncie al partido (o bancada, ha agregado el Ejecutivo), o sea expulsado por éste.
La pérdida del escaño, asociada a la renuncia a la militancia, había sido incluida en la propuesta del Consejo Constitucional (también en la de los senadores), pero no sin controversia. Lo anterior y, nuevamente, debido a que nuestro sistema electoral no es uno de listas cerradas, sino uno en el cual votamos por el candidato, amén de su afiliación política, pero se vota por la persona.
Asimismo, y como planteó el investigador y columnista de este medio, Jorge Ramírez en la Comisión de Constitución del Senado, no es claro que esa sanción sea apropiada en todos los escenarios ¿Qué pasa si el parlamentario renuncia tras descubrir que la directiva está envuelta en un caso de corrupción?
Más problemática aún es la expulsión. Ella otorga un poder desmedido a las directivas de los partidos políticos que no tienen un adecuado sistema de accountability. Bien podría la directiva, y no el parlamentario, estarse desviando, como cuerpo, de los principios programáticos que inspiran a la colectividad (como ocurrió con la DC), y ser esa la herramienta a usar para excluir al militante que lo hace presente. Digamos, además, que la cuestión de fondo no se subsana sencillamente por someter la decisión del partido a revisión de un tribunal externo.
La propuesta del Ejecutivo, insuficiente y problemática, además, desaprovecha la oportunidad para pronunciarse, en definitiva (y no de manera ad-hoc), sobre el financiamiento público que recibirán los partidos (por los sufragios obtenidos por quienes postulen por sus filas) y los candidatos al Congreso. En la actualidad, con el voto, obligatorio, cambia (más que se duplica) la base que sirve para calcular el pago que ellos recibirán, aumentando sustantivamente los recursos públicos que deberán destinarse al efecto.
El año pasado este problema se abordó, a duras penas y nuevamente de manera ad-hoc para las elecciones locales, pero, en definitiva, no se solucionó. El “mayor costo fiscal” es un problema, pero no es EL problema como han dado a entender las autoridades. El asunto es otro y radica en los incentivos que generan las normas actuales sobre financiamiento de la política, las que inciden en el fraccionamiento.
En el Consejo Constitucional se avanzó con una propuesta conforme a la cual el reembolso de recursos públicos a los candidatos militantes de partidos, o independientes que fueren dentro del pacto, procedía solo si los partidos políticos obtenían un umbral mínimo de votación a nivel nacional en la elección de diputados respectiva. Se trataba de un umbral poco exigente, pero al menos se orientaba en la dirección correcta. Aquello podría retomarse y profundizarse en esta pasada.
Sobra decir que no es óptimo estar cambiando las reglas electorales a meses de las elecciones, pero no hacer nada, dada la magnitud del problema entre manos, pero haciendo como si se hiciera, es aún peor. (El Líbero)
Natalia González