Sociedades museales y pasiones necrofílicas

Sociedades museales y pasiones necrofílicas

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Pese a su heterogeneidad, las fuerzas identificadas con el Foro de Sao Paulo tienen un punto en común. Su relación totémica con el pasado. Ha quedado al descubierto estos últimos años cómo gran parte de su actividad política se concentra en buscar objetos perdidos, en recrear mitos fantasiosos, en desenterrar héroes útiles para su utopía regresiva, en escarbar años, décadas y siglos para reivindicar toda clase de injusticias.

Se trata de un giro inimaginable. Soviéticos, cubanos y toda su diáspora se proyectaban al futuro. Su imaginario político jamás fue “pachamámico”. Sus premisas tenían, carácter “científico”. Premunidos del materialismo dialéctico miraban el porvenir como algo glorioso. Conquistarían una tierra prometida.

Pero ocurre que ahora la imaginación va en sentido exactamente inverso. Los herederos de aquellas banderas optaron por mirar hacia el pasado.

Los nuevos edenes se encontrarían en las sociedades ancestrales. El nuevo leitmotiv es recrear vivencias antiguas; admirar costumbres de tiempos remotos. De paso, plantean “re-significar” héroes y episodios históricos. La nueva utopía es concebir la sociedad como un museo gigante.

Giro sorprendente. Sin embargo, explicable. La economía del futuro es globalizada y se basa en el mercado. Por eso, es muy posible que este giro no sea otra cosa que el desarrollo de un simple producto de consumo. Siempre habrá incautos para comprar toda clase de adminículos y chucherías.

Harari da en el clavo. El comunismo se derrumbó por ser un modelo incapaz de procesar datos de mejor manera que el capitalismo. El volumen de datos crece a velocidades abismantes y necesita ser clasificado. El comunismo, al ser incapaz de aquello, simplemente se esfumó del horizonte. Por eso sus herederos rehúyen del futuro.

Por lo tanto, el giro hacia el pasado representa el temor de la izquierda ante la economía del conocimiento. Es su refugio. Una sociedad museal, anclada en tiempos pretéritos, que va necesariamente a contramano de la innovación en cualquier ámbito.

Esta hipótesis se sustenta en numerosos casos empíricos.

Chávez, con su pasión necrofílica, fue uno de los primeros en advertir esta necesidad. Eso lo llevó a ordenar un examen clínico de los huesos de Bolívar. Habría muerto en circunstancias “extrañas”. Por hilarante que suene, mandó a desenterrar sus restos y verificar si correspondían o no al prócer. Dicho sea de paso, especuló también con la posibilidad de que, a fines del siglo 19 cuando el cadáver de Bolívar fue llevado temporalmente a Colombia, hubiese sido cambiado inescrupulosamente por un NN.

Tras resolver su duda preliminar, declaró eufórico que los zapatos de Bolívar estaban intactos. Lo mismo su dentadura. Anunció para 2011 la construcción de un mausoleo de cristal y oro, donde depositaría tan valiosas piezas. Lamentablemente, no alcanzó a ver cumplido su sueño. El proyecto terminó en el baúl de los recuerdos apenas empezaron las dificultades financieras.

Otro disparatado caso de regreso al pasado, provino de otra figura del Foro de Sao Paulo, el exmandatario hondureño, Manuel Zelaya. Por cierto, un gran amigo de Chávez. Le exigió a El Salvador la devolución de los restos del prócer de la libertad centroamericana, Francisco Morazán, quien, si bien nació en lo que hoy es Honduras, murió en Costa Rica y pidió ser enterrado en San Salvador. Los salvadoreños, siempre algo reacios a entenderse por las buenas con los hondureños, dieron feroz portazo a tan aberrante solicitud. Zelaya demostró entonces que la imaginación de esta nueva izquierda latinoamericana es pródiga. Insistió con una idea más desbocada aún. Que el féretro con los restos de Morazán -muerto en 1842- estuviese recorriendo permanentemente los seis países centroamericanos. Un verdadero culto al pasado.

La imaginación necrofílica llegó también al Ecuador de la mano de Rafael Correa. Este recordó que uno de sus ídolos juveniles fue un Presidente del siglo 19, llamado Eloy Alfaro, cuyas andanzas caudillescas desatan cualquier imaginación. Uno de los grupos guerrilleros más importantes de Ecuador se sintió motivado y adoptó el nombre “Alfaro vive, carajo!”. Fue de origen estudiantil-urbano y operó entre 1983 y 1992, cometiendo innumerables asaltos a bancos.

Para Correa resultaba insoportable que Alfaro estuviese enterrado en Guayaquil. Poco le importó la polarización que iba a desatar y ordenó su desentierro para llevarlo a Montecristi, su pueblo natal. Levantó allí un mausoleo. Sin embargo, el sentido común guayaquileño despertó. Se desataron protestas muy serias. Su solución fue aún más delirante. Dividió las cenizas. Unas quedaron en Guayaquil y las otras fueron llevadas a Montecristi.

La Argentina kirchnerista en su afán de mirar el pasado también hizo su aporte totémico. Lamentablemente, el volumen de los escándalos lanzó un manto de olvido sobre algunas de sus decisiones más hilarantes, como aquel extraordinario caso ocurrido el 17 de octubre de 2006, Día de la Lealtad Peronista. Para esa jornada, Néstor Kirchner reservó el desentierro de Juan Domingo Perón -muerto en 1974- y ordenó su traslado desde el cementerio de la Chacarita a la Quinta de San Vicente. Dispuso de 120 granaderos a caballo para darle realce a tan magno momento de “re-significación”.

En su coqueteo interminable con el pasado, el kirchnerismo guarda un extraño silencio acerca de los motivos de haber mantenido el cadáver de Eva Perón en la bóveda familiar depositada en el elitista cementerio de la Recoleta. Algunos guías turísticos dicen que está a cinco metros de profundidad. Otros aseguran diez. Es muy enigmática esta distancia sepulcral con la entrañable Evita. Como se sabe, ella es la fuente de inspiración real del kirchnerismo.

Finalmente, se puede constatar que esta pasión necrofílica parece ser un virus con alta capacidad infectiva. Líderes claramente menos desbocados han terminado contagiados. Es lo ocurrido con Tabaré Vásquez, Presidente uruguayo en dos ocasiones, militante del Frente Amplio y una figura imposible de asociar a los Maduro u Ortega.

En 2009 dio luz verde a la idea de “re-significar” al héroe patrio, José Artigas, y aceptó trasladar sus restos desde el mausoleo donde se encontraba desde 1974. Dijo haber llegado al convencimiento que fue “recluido” ahí por la dictadura militar. Calificó el lugar como “demasiado frío” para un héroe tan querido. Concluyó que merecía otro destino, donde pudiera recibir el calor de las masas. Nuevamente el sentido común multiplicó las protestas. Vásquez se contuvo y los trasladó provisoriamente a un regimiento llamado Blandengues de Artigas. Ordenó también la restauración del mausoleo. Los huesos del prócer fueron llevados allí finalmente en 2012.

Se está en presencia de casos muy notables de inclinación por el pasado. Si se tiene en cuenta la singularidad del futuro (como dice Ray Kurzweil) no es trivial interrogarse sobre la naturaleza de esta adoración por sociedades museales.

¿Cuál es el sentido de tal cambio?, ¿será un síntoma de envejecimiento de los partidos basados en ideologías?, ¿qué sustenta la pasión necrofílica de las nuevas izquierdas latinoamericanas? (El Líbero)

Iván Witker