Algunos pueden presumir de estar predicando la “solidaridad”. Es más, en algunos casos, si no le ponen mucha atención a la realidad —porque no les importan mucho los detalles y consideran que la “gestión” es una preocupación sobrevalorada por los tecnócratas—, incluso pueden creer de buena fe que están alcanzando objetivos solidarios.
Pero cuando en un país la “solidaridad” es simplemente una medida de cuánto se recauda fiscalmente, de cuánto se les cobra a unos con la promesa de que es para ayudar a otros, pero en la realidad no se mejora en nada la vida de estos, lo que se está practicando no es ninguna virtud, sino por el contrario, alimentando la frustración social, la desconfianza en las instituciones, en la política y socavando incluso el apego al sistema democrático.
Cuando un ciudadano escucha a la política hacer airados discursos en torno a sus problemas, recibe encendidas promesas a cambio de su voto, se entera de que a otro le subieron los impuestos para solucionar su problema… pero no pasa nada. Y luego ve repetirse el ciclo de discursos, promesas, impuestos, varias veces… y su problema sigue exactamente igual, en ese ciudadano se forma la convicción de estar en un sistema corrupto en el más profundo de los sentidos: sus problemas son utilizados como pretexto para subir los impuestos a otros, pero él y sus problemas siguen igual.
El concepto de solidaridad merece ser rescatado de esa espiral de corrosión de la sociedad democrática. Y para eso hay que mirar los resultados, porque la realidad que efectivamente enfrentan las personas no es un detalle.
Hay ejemplos majaderos de estos discursos que no tienen sustento en la realidad. ¿Acaso no diría usted que un servicio que es financiado en un 82% con recursos públicos es un servicio que parecería estar financiado de manera solidaria?
Sin embargo, en materia de salud, algunos siguen repitiendo el mantra de la necesidad de “avanzar hacia un sistema más solidario”, ignorando que para este año del total del presupuesto de Fonasa, un 82% proviene de aportes fiscales, financiado con impuestos generales, y solo el restante 18% por los propios usuarios.
Pero claro, seguir repitiendo el mantra permite ignorar las falencias de gestión, eficiencia y de solidaridad real para una mayoría de la población, todos problemas cuya responsabilidad recaen en la política y el Estado. Mientras se mantiene a una parte enorme de los chilenos condenados a listas de espera que de solidarias no tienen absolutamente nada, se sigue repitiendo el mismo discurso de épocas anteriores desde las cuales el gasto en salud se ha multiplicado más de 10 veces.
En cuanto a nuestro sistema de pensiones, una de las críticas recurrentes también es su falta de solidaridad. Se afirma que cada afiliado, cada trabajador obligado a ahorrar para su vejez debe rascarse con sus propias uñas una vez que se haya jubilado. Pero la realidad es que al menos el 90% de las pensiones que hoy se pagan se financian por dos vías: desde los ahorros acumulados en las cuentas personales de cada trabajador y por el aporte que hace el Estado a través del pago de la Pensión Garantizada Universal.
Del total de recursos que se destinó al pago de pensiones durante el año pasado, un 56% corresponde a pagos de la PGU —financiado vía impuestos generales—, mientras que el 44% restante corresponde a recursos acumulados en las cuentas individuales. ¿Suficiente o insuficiente solidaridad? Debatible, pero no ignoremos que más de la mitad de lo que se paga en pensiones se financia solidariamente y pongamos al mantra en su lugar.
Si de solidaridad se trata, debería interpelarnos la incapacidad que como país hemos tenido para enfrentar los nudos políticos que transforman estos problemas en insolubles y “sin fondo” ni solución posible desde la pura solidaridad fiscal.
Como generalmente la buena gestión es compleja y difícil, y gastar en forma eficiente produciendo los resultados sociales esperados es mucho más difícil que simplemente gastar más, la solidaridad termina condenada a ser no más que una muletilla en la lista de promesas políticas. Una versión del buenismo que no solo perpetúa las listas de espera, sino que paralelamente debilita nuestra convivencia democrática. (El Mercurio)
Bettina Horst