Esta semana se presentó el libro Subsidiariedad en Chile. Justicia y Libertad (Santiago, 2016) editado por el Instituto Res Publica y la Fundación Jaime Guzmán. Su publicación se enmarca dentro del interesante debate que se ha originado al interior de la centroderecha sobre este principio y al mismo tiempo frente a los diversos cuestionamientos que recibe periódicamente desde la izquierda. En ese sentido, resulta ser un libro oportuno, más aún cuando esperamos que pronto se entre al fondo en un debate constitucional que es aún incipiente.
Su publicación es especialmente útil para los partidarios de las ideas de la justicia y de la libertad, porque analiza a través de diversos artículos el concepto, su contexto histórico, su desarrollo y críticas que ha tenido en nuestro país, así como algunas aplicaciones prácticas, especialmente en materias de educación o salud. Por mi parte, fui uno de los autores del libro, con el artículo “Principios rectores del orden social”.
Creo que hay pocos principios tan combatidos o incomprendidos como el de subsidiariedad. En ese sentido, entenderlo de buena manera, requiere necesariamente contextualizarlo.
En primer lugar, el principio de subsidiariedad se relaciona con otros principios importantes, tales como la primacía de la persona humana, el bien común o la solidaridad. Estos principios se armonizan entre sí y no se contradicen. Por eso, existe una falsa dicotomía entre subsidiariedad y solidaridad, tan absurda, como una contradicción entre la primacía de la persona y el bien común.
La dignidad de cada persona, lleva al Estado a reconocer y proteger sus derechos así como a buscar la mayor realización espiritual y material de todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Esa dignidad y esa búsqueda del bien común explica por partida doble la existencia del principio de subsidiariedad, que pone en las personas y en sus asociaciones el motor del desarrollo y justifica la legítima intervención del Estado en los casos en que sea necesario. Al mismo tiempo, la dignidad de la persona sustenta el principio de solidaridad, que mueve a la autoridad política a fomentar estructuras sociales justas por medio de la legislación, la cultura o las reglas del mercado.
Esta interpretación armónica es la que expresó el Papa Francisco en su discurso al Congreso de los Estados Unidos en septiembre del año pasado. A propósito del 150º aniversario del asesinato del Presidente Abraham Lincoln, al que calificó de “defensor de la libertad”, el Papa señaló que “construir un futuro de libertad exige amor al bien común y colaboración con un espíritu de subsidiariedad y solidaridad”. No lo uno o lo otro, sino ambos colaborando en el enriquecimiento de la cohesión interna de la comunidad y contribuyendo a no caer en particularismos (individualismos) ni en colectivismos, ambos contrarios al bien común.
En segundo lugar, el principio de subsidiariedad pone de relieve la importancia del aporte de las personas y sus comunidades al bien común. En el entendido que la forma más humana posible de progresar es a través de la libertad y la responsabilidad de cada persona, así como de su propio esfuerzo e iniciativa. Esto genera una sana vitalidad social, desde abajo hacia arriba, radicalmente distinta de la visión estatista, que pone el motor del desarrollo en el Estado y desde ahí hacia abajo.
Por eso, la primera formulación expresa del principio de subsidiariedad del Papa Pío XI en 1929 señala expresamente que “no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria”. Casi 80 años antes, en 1854, el mismo Abraham Lincoln señalaba que “en todo lo que las personas pueden hacer individualmente por sí mismos, el gobierno no debe interferir”.
En tercer lugar, la subsidiariedad nos lleva a la consideración sobre un Estado Justo. Frente a la pregunta sobre el tamaño del Estado, una respuesta “subsidiaria” no sería a priori más o menos Estado, sino un “depende”. La intervención del Estado dependerá de las circunstancias, pues será la prudencia del gobernante la que lo llevará a calibrar la necesidad, oportunidad y magnitud de la intervención legítima del Estado. Esto siempre considerando que no se puede caer en ese vicio que advertía Alexis de Tocqueville en La democracia en América, en que el Estado le dice a las personas “actuaréis como yo quiera, en tanto que yo quiera y precisamente en el sentido que yo quiera”.
Aquí radica la gran dificultad que este principio plantea. Es en su aplicación práctica donde la subsidiariedad cobra vida y que por supuesto genera las complejidades propias de toda aplicación prudencial. La labor del gobernante deberá, por un lado, motivar e incentivar la participación social y en ciertos casos intervenir directamente, en el marco de una dimensión activa de la subsidiariedad, así como reconocer la libre iniciativa de las personas en todos los campos legítimos del quehacer social, económico y cultural en una dimensión pasiva. En sencillo, es ese “ayúdate, que yo te ayudaré” con el que Antonio Millán Puelles resume la dos dimensiones –activa y pasiva- de este principio.
Rescatar el principio de subsidiariedad y ponerlo en perspectiva resulta muy relevante en medio de la discusión de ideas que tiene lugar al interior de nuestra coalición pero, por sobre todo, como inspirador de una agenda política de largo plazo para Chile.
Julio Isamit, Coordinador General Republicanos.