Cuando las iniciativas legales en discusión son complejas o involucran múltiples desafíos difíciles de aunar, los actores en el debate público intentan explicarlas con “peras y manzanas” para que la ciudadanía las entienda mejor.
La simpleza tiene muchas virtudes y dicen por ahí que quien mucho explica se complica. Pero de un tiempo a esta parte, el debate nacional, más que simple, resulta simplón.
Llevamos varios años siendo testigos —a veces silentes y, en consecuencia, partes coadyuvantes— de cómo la clase política instala caricaturas ante la opinión pública para lograr alta figuración en prensa y en las encuestas (en castellano, para su propio provecho y no el de sus representantes).
Todo ello sin mayor conciencia (o tal vez con mucha, lo que es más preocupante) del daño que ese actuar genera para la sana convivencia nacional y para el deseo, a estas alturas casi ingenuo, de conseguir debates de política pública mesurados y fundados en datos.
El gobierno de la Nueva Mayoría, liderado por la expresidenta Bachelet, fue un catalizador de ese fenómeno, el que contribuyó a expandir sin pudor y con creces. Instaló un relato de choque que buscaba la total confrontación entre los miembros de la sociedad. Dividir para reinar entre buenos y malos, abusadores y abusados. ¿Para qué? Para que luego pudiéramos identificar claramente a los políticos “de la liga de la justicia” y a los “archienemigos”. Si usted osaba esbozar alguna defensa —digamos que en todo caso fue de pocos— de principios como la libertad para emprender, la libertad individual y la supremacía de la persona sobre el Estado, se convertía en algo así como el Guasón de esta montada comedia.
En pocos años el lucro, los empresarios y los promotores de las libertades individuales fueron relegados a algo asimilable a una lacra social.
Y el problema es que todo parece indicar que no será tan fácil revertir el “legado divisor” y el uso del lenguaje agresivo que se ha instalado, que socavan el fundamento mismo de la democracia constitucional representativa y la posibilidad de parlamentar. En lo que a la política pública se refiere, son numerosos los ejemplos. En la discusión de la jornada laboral, el lenguaje imperante es el de “síganme los buenos”.
Los paladines de la “justicia laboral” son impermeables a las inquietudes que cada vez más “archienemigos” plantean, transversalmente, sobre el efecto de la propuesta en remuneraciones y empleo. En la modernización tributaria y a propósito de su votación esta semana en la Cámara de Diputados, el PC, el Frente Amplio y algunos miembros de la ex Nueva Mayoría, se han referido al proyecto como la “ley de la vergüenza tributaria” o la iniciativa que pone a “los súper ricos primero”, obviando que los datos muestran que, mayormente, los beneficiados con la integración serán los segmentos de rentas bajas y medias.
Pero más allá de lo anterior, la cuestión de fondo es que el sistema tributario no debiera significar un castigo para nadie, ni para ricos ni menos ricos. No debe olvidarse que los recursos que se extraen vía impuestos son de las personas; son ellas quienes los han generado con su esfuerzo, a través de su emprendimiento y asumiendo un sinfín de riesgos, de manera que volver a un sistema integrado que corrige inequidades, rebaja la carga tributaria y que simplifica, en realidad, no le hace un favor a nadie, es como siempre debió ser. En la discusión del TPP11, que aspira a continuar abriendo nuestra economía al mundo y al Asia Pacífico, conjunto particularmente importante para Chile, mejorando el acceso de muchos productos chilenos a esos mercados, se ha desinformado a la población despertando inquietudes que, o se resolvieron en la negociación, o nunca fueron tales.
El juego de los buenos y malos nos aleja de la humildad que debe acompañar a los planteamientos. Considerando que los recursos y las preferencias no son estáticos y que aún queda mucho por conocer, en el mejor de los casos tenemos respuestas aproximadas o falibles y grados de certeza respecto de diversas cuestiones.
Por eso, cuando una autoridad u honorable, cual Batman o Superman, plantea su propuesta como pan comido o golpea la mesa, cual si hubiera un orden social perfecto que puede imponer desde arriba, lo menos que podemos hacer es reflexionar y efectuar un ejercicio de pensamiento crítico al respecto, tan carente por estos días. Muchas veces, cuando ello no ocurre, la cuestión termina resolviéndose en el Tribunal Constitucional y adivine quién se transforma entonces en el máximo villano del cómic (eso, si alguien tiene el coraje de convocarlo). (El Mercurio)
Natalia González