Es característico del derecho que deba ser obedecido con independencia del juicio moral que merezca a los sujetos imperados por él. Pero puede ocurrir que el derecho imponga un determinado deber que entre en colisión grave con la conciencia moral de algún sujeto, que queda así puesto en la disyuntiva de que si cumple con el derecho lesionará su conciencia moral y que si no cumple quedará expuesto a sufrir la sanción que el derecho hubiera previsto para el caso de incumplimiento. Cuando ocurre algo semejante, lo primero que se puede decir es que el sujeto afectado se encuentra en un problema: o cumple el deber jurídico y pasa por alto el dictamen de su conciencia moral u obedece a esta última y se expone a sufrir las sanciones jurídicas del caso.
Ante obligaciones que podrían razonablemente contrariar de manera grave convicciones morales importantes de las personas, los legisladores se anticipan a veces a ese conflicto y, junto con aprobar la norma de que se trate, autorizan a los sujetos que puedan estar en esa situación para que se abstengan de cumplirla, sin sufrir por ello una sanción jurídica. A eso se llama objeción de conciencia: un acto individual, privado, hecho sin mayor ostentación, y que consiste en transgredir un deber jurídico, invocando para ello que la conciencia moral del sujeto le obliga a ejecutar una conducta distinta a la mandada por el ordenamiento jurídico. El caso de la conscripción militar obligatoria es un buen ejemplo al respecto: en la mayoría de los países civilizados, un joven pacifista llamado a las filas puede incumplir la obligación de reconocer cuartel sin ser castigado por ello.
En consecuencia, la objeción de conciencia se expresa en una desobediencia al derecho, aunque permitida excepcionalmente por este en atención a motivos morales serios que pueda tener un sujeto. Permitida por el derecho, y por motivos serios, porque no sería del caso que alguien apelara a la objeción de conciencia para dejar de pagar el impuesto a la renta por estimar inmoral el tributo que expropia parte de sus ingresos.
Existen otras modalidades de desobediencia al derecho por motivos morales (la protesta, la desobediencia civil, la desobediencia revolucionaria), pero lo propio de la objeción de conciencia, amén de lo ya dicho, es que se trata de un acto individual (no colectivo ni tampoco institucional) y muy bien acotado: lo que el objetor persigue es eximirse de un deber jurídico determinado, sin pretender que se modifique o deje sin efecto en general, es decir, para todos, la norma que estableció ese deber.
Vale la pena destacar también que la objeción de conciencia es un beneficio para los sujetos imperados por el derecho, mas no para las autoridades públicas encargadas de aplicarlo. Una autoridad no puede dejar de cumplir un deber inherente a su cargo, afectando con ello los derechos de terceros, argumentando que se trata de un deber que su conciencia moral rechaza. Así, por ejemplo, un juez de familia que por razones morales sea contrario al divorcio no podría rechazar una demanda de divorcio bien fundamentada solo porque el divorcio le parece una institución moralmente reprobable, del mismo modo que el funcionario de un Estado llamado a intervenir en la celebración de matrimonios no podría eximirse de ejercer su oficio ante parejas del mismo sexo, autorizadas por la ley a casarse, declarando que el matrimonio homosexual ofende sus creencias morales. Lo que tiene que hacer una autoridad pública en circunstancias como esas es posponer sus convicciones morales o renunciar a su cargo.
Ha costado su poco que en nuestro medio se llegara a entender que la objeción de conciencia es un acto individual y está ahora costando lo suyo que no es procedente que el jefe de una institución privada de salud que no quiera practicar abortos, ni siquiera en casos autorizados por la ley, exija a su personal un compromiso anticipado en tal sentido, suplantando la conciencia moral de ese personal.
Así como el derecho no debería suplantar la conciencia moral de la mujer embarazada en alguna de las tres causales ya conocidas -obligándola a continuar con su embarazo-, el jefe de una institución hospitalaria tampoco debería atribuirse la facultad de suplantar la conciencia de quienes trabajan en ella.
Uno de los peores abusos morales consiste en apropiarse de la conciencia del prójimo y, peor aún, de los subordinados. (El Mercurio)