Los regímenes totalitarios no temen contradecirse. Más bien hacen alarde de sus contradicciones, para intimidar a la ciudadanía. Para mostrar que no hay límite a su voluntarismo.
Es lo que hace Putin.
Veamos algunas de sus contradicciones más notorias. Dice que Rusia no está en guerra contra Ucrania. Es una “operación especial”. Pero en el Parque de la Victoria de Moscú, en que se celebran las derrotas de Napoleón y Hitler, se exhiben como trofeos de guerra tanques británicos, alemanes y americanos destruidos por los rusos en Ucrania. Trofeos que de paso alimentan el relato oficial de que la “operación especial” es para defender a Rusia de la agresión de la OTAN, haciendo caso omiso de que fueron los rusos los que invadieron Ucrania. Por otro lado, si bien aseveran que los ucranianos son hermanos, celebran sus bajas. Además, según Putin están luchando contra “nazis” ucranianos, siendo que él preside un gobierno ostentosamente nazi.
¿En qué consiste su nazismo, o fascismo? Primero, en identificar a un enemigo que una a los rusos. En ver la política como una de “ellos contra nosotros”, siguiendo los preceptos de Carl Schmitt, el filósofo pro-Nazi admirado en Chile por algunos intelectuales de extrema derecha y de extrema izquierda, y de pensadores nacionalistas rusos como Ivan Ilyin y Aleksandr Dugin.
El enemigo, desde luego, es el Occidente. Un Occidente que buscaría cercenar al imperio ruso. Un Occidente que piensa que sus valores, de libertad individual, democracia liberal, derechos humanos e imperio de la ley son universales, cuando no lo son. Un Occidente nominalista en que el individuo, angustiosamente atomizado, ha sido separado de su tribu, de su religión, de su comunidad y de su género, frente a una Rusia de vocación conmovedoramente colectivista. Un Occidente hereje, hipnotizado por una espuria “razón” a la cual los escolásticos sometieron hasta al mismo Dios, y donde los protestantes pretenden que un individuo pueda comunicarse a solas con Dios, a diferencia de ese cuerpo místico, único e indivisible, que es la iglesia ortodoxa. Un Occidente que es una “talasocracia” atlántica, fatalmente a la deriva, globalista y sin apego a territorios, a diferencia de esa “telurocracia” euroasiática que es el imperio ruso, aferrado a los territorios que reclama, para terror, por cierto, de sus vecinos. Un Occidente donde las mujeres quieren ser como hombres en vez de procrear y donde los hombres quieren ser como mujeres. ¡Notable la misoginia, la homofobia y la transfobia del régimen ruso!
¿En el Kremlin se creen todas estas curiosas ideas de Ilyin y Dugin o son nada más que el ropaje en que se disfraza una dictadura que hasta cuenta con un ejército criminal como el grupo Wagner, y que se dedica a desestabilizar democracias ajenas?
Por ropaje que sea, en algo funciona. La historia nos demuestra la convocatoria que puede tener el fascismo, y el que se ejerce en Rusia es admirado en muchos países, sobre todo entre extremistas —tan notablemente similares— de izquierda y de derecha. En Chile el PC es tan incondicional a Rusia que no aceptó oír a Zelensky cuando le habló a nuestro Congreso. En Europa muchos de extrema derecha comparten esa incondicionalidad. Para qué hablar del círculo duro de países aliados a Rusia, como Bielorrusia, Irán, Cuba, Venezuela o Corea del Norte. Algunos de estos se dicen de izquierda, pero son fascistas, cuando no criminales.
No hay duda de que Occidente merece críticas. Cabe acordarse de Irak, Afganistán, ahora Gaza. Pero lo que odian los totalitarios antioccidentales es otra cosa. Es la democracia liberal, esa que busca que nadie —ni un Hitler, ni un Maduro, ni un Putin, ni un Kim Jong-un— tenga demasiado poder, para qué hablar de si dispone, como los dos últimos, de un botón nuclear. Esa democracia liberal que con su ejemplo desenmascara la abusiva ferocidad de las dictaduras, que por eso mismo la detestan. (El Mercurio)
David Gallagher