El gasto social, ese destinado a pensiones, salud y otras políticas sociales, apunta a las necesidades más urgentes de las personas y las protege ante eventos adversos. Por varios motivos, este tipo de gasto tiende a crecer en los países. En la OCDE, desde principios de los 80, el gasto social como fracción del PIB creció del orden del 50%. Detrás de este crecimiento hay varias cosas pasando: una población que envejece rápido, un pueblo que demanda cada vez más de la democracia y políticos generosos, especialmente con lo que, por ser de todos, parece también ser de nadie.
Este enorme aumento del gasto social no ha ido de la mano de un aumento equivalente en la recaudación vía impuestos. Según datos del FMI, desde 1990 han primado las reformas tributarias que más bien bajan los impuestos. Como no es posible para los Estados hacer mucho más y todo igual de bien sin contar con más recursos, ello ha significado estrujar los pesos gastados en lo que no es gasto social, dañando la calidad de los servicios públicos y las burocracias. Ese es el diagnóstico de The Economist para los países desarrollados, cuyos Estados, en sus palabras, “son más grandes que nunca y también más inútiles”.
Algo no muy distinto ocurre en Chile. Según un trabajo en desarrollo de Osvaldo Larrañaga, de la Escuela de Gobierno UC, el gasto social como fracción del PIB más que se duplicó entre 1990 y 2023, aumentando su representación en el gasto público total desde el 36,5% al 60%. El estudio muestra que ello ha significado un potente impacto redistributivo, lo cual hay que celebrar. Pero también que el crecimiento del gasto social se ha desacoplado progresivamente del crecimiento del PIB, el cual está estancado. Y, mientras el régimen de política social ha transitado hacia asignaciones cada vez menos focalizadas, los chilenos tampoco parecen dispuestos a pagar más impuestos: según el último informe del PNUD, menos del 40% aceptaría hacerlo para reducir la desigualdad de ingresos o mejorar los servicios básicos, y ello ocurre incluso entre quienes ven esos objetivos como deseables.
Así las cosas, y si además consideramos que la población chilena también envejece rápido, demanda cada vez más de la democracia y cuenta con políticos generosos, el gasto social no puede sino seguir creciendo. Ello continuará desfinanciando todo lo que hace el Estado que no es gasto social, volviendo a nuestro Estado cada vez más “grande e inútil”. Todo esto sin meternos con la deuda pública, que ya bordea el 40% del PIB.
Un Estado grande e inútil es un círculo vicioso en al menos dos sentidos. Como funciona mal, tranca el crecimiento económico, limitando una de las potenciales fuentes de recursos frescos para el gasto social. Como funciona mal, también, reduce su legitimidad, perjudicando aún más la disposición ciudadana a pagar más impuestos, y limitando con ello la otra gran fuente de financiamiento fiscal. El equilibrio de nuestro pacto social no parece sostenible y nuestros líderes no parecen suficientemente preocupados. (El Mercurio)
Loreto Cox