Nadie es dueño del proceso constituyente y se debe sospechar de todo aquello que se presente como tal. Los chilenos ya escogieron a sus representantes, y ahora los representantes deben actuar como órgano deliberado incorporado, sin facciones ni clases. En esa línea, todo grupo que se declare más legitimo que otro es un riesgo para el proceso. Y no denunciarlo es ser cómplice de sus consecuencias.
La gran pregunta. Antes de la elección, la gran pregunta era sobre la composición de la Convención Constitucional y el balance de poder que habría entre conservadores y progresistas. Lo relevante, en ese entonces, era saber si los primeros podrían obtener al menos un tercio de los escaños para manejar los tiempos del debate. Era saber si la derecha alcanzaría al menos 52 escaños para defender “el modelo”.
- Ahora no solo sabemos que la derecha no tendrá la cuota de escaños que necesita para controlar la dirección y la intensidad del debate, sino además lo poco que importa hacer una distinción ideológica entre los constituyentes. Con una mayoría progresista a punto de asumir, no hay nada más irrelevante e inútil que diferenciar a los constituyentes en base a su tinte ideológico.
- Lo que realmente importa es saber la apertura al diálogo que tendrán cada uno de los 155. La nueva gran pregunta es sobre la predisposición de los constituyentes a considerar posiciones contrarias, pues no solo será determinante para asegurar una votación favorable en el plebiscito de salida, sino para el éxito a largo plazo del texto resultante. Por eso, la distinción ahora relevante es entre dialogantes y dogmáticos.
Una constitución progresista. No es necesario ser experto constitucional para anticipar que la nueva Constitución será más larga, intricada y reguladora que la actual. Tampoco hay que ser cientista político o sociólogo para saber que será más progresista. Por lo mismo, lo que realmente importa es saber si el resultado será producto de acuerdos transversales o de la imposición de pequeñas minorías organizadas.
- Por lo anterior es tan importante el proceso. Pues, será aquello lo que determine cómo y cuándo se alcanzarán las mayorías y la legitimidad que se le asigne a lo que esas mayorías finalmente decidan hacer. No es lo mismo que el proceso sea pacífico y colegiado a que sea interrumpido y turbulento. Ambas vías son legitimas, pero, tras el paso del tiempo, una podría ser vista como más legítima que la otra.
- El principal riesgo lo proponen los dogmáticos, que no solo están dispuestos a interrumpir el curso natural del proceso si no se ajusta con su agenda, sino que también están dispuestos a transformarlo en algo significativamente más turbulento de lo que tiene que ser para reencaminarlo hacia un punto más favorable a sus intereses. Son exactamente lo contrario a lo que se necesita.
Lo que quieren los chilenos. Es difícil, sino imposible saber si una Constitución escrita por dogmáticos es lo que realmente le conviene al país. Pero, lo que sí parece ser cierto es que eso iría en absoluta contradicción al mandato conferido. Pues, cuando los chilenos hablaron—y no una, sino dos veces; primero en el plebiscito y después en la elección de constituyentes— lo hicieron justamente para quitarle el poder a los “pocos” y dárselo a los “muchos”.
- Si los chilenos hubiesen votado a los constituyentes para que actuaran como cartel, enrielando debates para llevar agua a sus propios molinos, hubiesen escogido a los mismos de siempre. Pero no fue así. Hicieron lo opuesto. Por lo mismo, si los constituyentes actúan de forma dogmática, arriesgan terminar desprestigiados y cuestionados igual que los senadores y los diputados.
El riesgo del dogma. Si finalmente se instala una facción de dogmáticos, no sería sorpresa que el proceso avance amarrado de la coyuntura. Y hay buenas razones para pensar que bien podría ser así. Pues hasta ahora, un número no menor de constituyentes ha estado participando activamente del debate coyuntural. Y si bien podría ser transitorio, los riesgos de que continúe son demasiado serios como para ignorarlo.
- Para empezar, sería un problema lógico. Pues no solo sería tener a los constituyentes haciendo el mismo trabajo que los legisladores, sino que además iría en directa contradicción al mandato de la gente. Pero más importante, es el asunto de fondo. Si los constituyentes se basan en problemas transitorios para resolver problemas permanentes, el nuevo contrato social quedará rápidamente obsoleto.
- Los costos de tener a constituyentes participando en el debate político diario superan con creces los beneficios. Y si bien es imposible cuantificar el perjuicio de aquello, es evidente que tenerlos comentando actualidad es contraproducente para la construcción de un texto de calidad. Por lo mismo se legisló para que ninguno de los miembros pudiera optar a un cargo público al termino de su labor.
Evaluando el éxito. El trabajo de los constituyentes no solo será evaluado en el plebiscito ratificatorio, sino que también a través de las décadas que vengan. Pues, aun si el texto se aprueba en el referéndum de salida, nada asegura que se mantenga su legitimidad hacia adelante. Tal como ocurrió con la Constitución de 1980, el nuevo contrato social no solo será juzgado por su resultado, sino que también por su proceso.
- Ya hay evidencia de que minorías organizadas influenciadas por la coyuntura y sus agendas políticas personales buscarán conducir el proceso. También hay señales de que hay poca oposición a eso. La pregunta es qué pensará la gente sobre el proceso una vez que pase la tormenta política. ¿Pensarán que la nueva Constitución fue escrita por y para todos, o solo por y para algunos?
- La nueva Constitución será más progresista que la actual. También será fruto de un proceso más abierto y transparente que cualquiera de las anteriores. Eso hay que cuidarlo. Si el proceso termina siendo dominando por los dogmáticos, podrían surgir cuestionamientos a su legitimidad. El peligro es que después de unos pocos años se mire atrás y se lamente que los dialogantes decidieron someterse a la voluntad de los dogmáticos. (Ex Ante)
Kenneth Bunker