¿Qué explica que una institución escolar, en este caso el INBA, acopie bombas molotov hasta provocar la tragedia que se acaba de conocer?
El fenómeno pone de manifiesto, de manera dramática, lo que ha venido ocurriendo desde hace casi dos décadas en la sociedad chilena sin que hayamos sido capaces de ponerle atajo o siquiera morigerarlo. Lo que ha ocurrido es solo la manifestación más dramática de un fenómeno que se vive en el sistema educativo. ¿De qué se trata? Identificar las dimensiones del fenómeno puede ayudar a hacerle frente.
Desde luego, y como consecuencia de múltiples factores, la escuela o el liceo se ha transformado de pronto en una extensión de la comunidad política. Pero ello ha ocurrido no en el sentido de que en la escuela se hable de política o se la promueva (lo que no está mal), sino que sus miembros comenzaron a relacionarse entre sí como miembros de una comunidad política, es decir, como iguales, como sujetos autónomos cuya voluntad individual es el árbitro final de la conducta. De pronto, entonces, el papel del profesor o profesora se transformó en un simple rol carente de autoridad. La autoridad, enseña Hanna Arendt, es la capacidad de imponerse ante otros sin coacción y sin persuasión. Pero allí donde hay que coaccionar o persuadir, la autoridad espontánea sobre que descansa la enseñanza desaparece y se esfuma. Y eso es lo que ha ocurrido con la escuela y el liceo: de pronto los profesores han de convencer a los estudiantes que han de comportarse como tales (y ellos mismos recordarse a sí mismos que son profesores). Esta pérdida del orden espontáneo —racionalizada como una expansión de la autonomía— es contraria al ethos de la escuela como institución.
Por otra parte, y en ocasiones, la escuela o el liceo han dejado de ser lugares donde se transmite una cierta orientación normativa para, en cambio, transformarse en sitios en los que se cultiva una suerte de nihilismo o, si se prefiere, de disolución de los valores.
Ese diagnóstico suena, desde luego, exagerado; pero bien mirado no lo es.
Desde antiguo, la literatura (v.gr., los estudios de sociología de la educación de Durkheim) sugirió que la tarea principal de la educación era contener lo que Durkheim llamó “el mal del infinito”, es decir, evitar la crítica o el anhelo desmesurado, sin bordes que lo contengan o lo orienten. Por eso la tarea de la educación es inevitablemente tradicional, en el sentido de que en ella una generación entrega (ese es el sentido etimológico de la palabra tradición) una cierta forma de comportarse, un cierto horizonte de sentido a otra. Pero cuando la tarea educativa se concibe ante todo como una expansión de la conciencia crítica, cuando ciertas concepciones pedagógicas sugieren que enseñar consiste ante todo en alentar la reflexión crítica de parte de los estudiantes —como si criticar consistiera en echar a andar el propio punto de vista sin ilustración previa—, entonces el resultado es que la escuela se transforma en un jardín de dudas, y como nadie puede crecer en un jardín semejante, surge la tentación de aferrarse a cualquier cosa. Wittgenstein explica en “Sobre la certeza” que solo se puede aprender y pensar por sí mismo desde una cierta certeza, desde un punto original que por supuesto no cabe más que aceptar. Sembrar ese punto original a partir del cual la ilustración pueda comenzar y la vocación a desenvolverse, es una de las misiones fundamentales del profesor. Enseñar tiene por eso algo de dogmático, supone establecer el punto de partida, el principio sustantivo en esa cadena argumentativa que llamamos racionalidad.
Pero si se cree que el principio de interacción en la escuela o el liceo es la autonomía y el profesor piensa que su tarea es acicatear la crítica, sin punto de partida o ilustración alguna, sin ascetismo racional, entonces se alimenta la anomia, uno de cuyos ejemplos dramáticos vimos estos días.
Kant, en uno de sus textos poscríticos, lo dijo inmejorablemente: el ser humano es un animal que necesita un maestro. (El Mercurio)
Carlos Peña