Hace algún tiempo que Chile entró a formar parte del selecto grupo de países desarrollados. Pasamos de ser la cabeza del ratón a la cola del león. Así, sin muchos cuestionamientos, y patrocinados por la OCDE, la agenda pública criolla se colmó de las preocupaciones propias del primer mundo: educación superior gratuita, súper túneles urbanos, becas en universidades anglosajonas, moderna infraestructura pública, museos de la memoria, ministerios para cada preocupación, derechos universales, aborto, agenda de género y el largo etcétera de políticas trending topic que también interesan en Londres, Berlín o Nueva York.
Es así que Chile se sumergió en una profunda paradoja, propia de un país que enfrenta los problemas de Suiza y Marruecos al mismo tiempo. La pobreza extrema, niños que abandonan el sistema escolar, universitarios que no entienden lo que leen, un Sename que profundiza la marginalidad, enfermos sin tratamiento médico, hospitales sin especialistas, desempleo, narcotráfico, adultos mayores abandonados, entre otras realidades invisibilizadas por una agenda cosmopolita con pretensiones de progreso, efectiva anestesia política para ignorar las miserias de la cara tercermundista de nuestro país. Mucho Rawls y poco Padre Hurtado.
Uno de los ejemplos más claros de esta paradoja es la agenda pública del transporte nacional. El Transantiago, se ha dicho, es la peor política pública que se ha hecho en Chile. Y como tal, todo lo políticamente relevante que las autoridades de transporte tienen que decir es, entonces, acerca de eso. El Ministerio de Transportes en los últimos 10 años ha sido, en realidad, el ministerio del Transantiago. Y el financiamiento del transporte en las urbes regionales se reduce a un subsidio espejo de lo que necesita la capital, como si las fuentes de los problemas fuesen similares.
Los desafíos del transporte santiaguino son los de una capital promedio de la OCDE: subsidiar a sus pasajeros, traer la última chupada del mate ecológica, construir estaciones de Metro a pocas cuadras de cada hogar, coordinar de mejor manera la oferta de buses, implementar GPS en cada paradero, mejorar la app para planificar adecuadamente los viajes, conectar la amplia oferta de ciclovías, implementar el primer tranvía, suma y sigue. Algo parecido a lo que pasa en Bruselas.
En las regiones, en tanto, los problemas son bastante más primitivos, muy semejantes a los ya olvidados dolores de cabeza que producían las micros amarillas y que son también las molestias de Managua o Cochabamba.
La oferta del transporte público en el Gran Valparaíso, por ejemplo, se basa principalmente en una masa de micros y colectivos compitiendo por quién acarrea más pasajeros. Es así que, en cada esquina, independiente de si existe algún paradero, el conductor decida si es rentable o no pararle a quien pretende subirse o bajarse, si es que espera uno u ocho semáforos para que se llene la máquina o si se detiene en primera, segunda o tercera fila. Así, sólo un oráculo podría adivinar cuánto tiempo tomará trasladarse en el transporte público. No hay tiempo, por supuesto, para detenerse en pasos de cebra o esperar a que el pasajero pague y tome su asiento, pues el sapo ya le advirtió que la micro que tiene por delante le está arrebatando su sueldo. Un sistema no apto para ancianos, embarazadas o discapacitados. Qué decir de los poco rentables estudiantes. Y como las autoridades locales ―y nacionales― no tienen nada relevante que decir al respecto, los pasajeros insisten en cargarles toda la culpa a los conductores, como si casualmente la región concentrase a todos los bárbaros y rufianes del rubro.
Los incentivos perversos del sistema se traducen en inconmensurables externalidades negativas en seguridad, tráfico, orden, estrés psicológico, entre otros. Algún experto me podrá objetar que los tiempos de traslado son comparativamente rápidos; es cierto, a riesgo de volcarse a los 100 km/h que transitan por la Avenida España. Así las cosas, nada de raro que la encuesta P!ensa 18, que realiza cada año la Fundación P!ensa, revelara en 2017 que el transporte público sea el factor que más deteriora la calidad de vida en la Región de Valparaíso.
Casi todo criterio de justicia nos sugerirá priorizar los problemas tercermundistas de Chile por sobre nuestras “preocupaciones OCDE”. El transporte público, sin duda, es uno de primera relevancia. Un sistema de transporte debidamente planificado y diversificado, más allá de la comodidad y tiempos de traslado, provee una vida urbana más segura, pacífica y transversal; nos permite vivir la ciudad, compartir experiencias y realidades diversas; fomenta el comercio local y la vida de barrio. Una buena foto de lo que es un país desarrollado. Algo de lo que parcialmente se vive en Santiago y que poco se conoce en el resto del país. (El Líbero)
Andrés Berg