Un fantasma recorre Estados Unidos y el mundo, y es el carácter de quien ocupará, a partir de enero próximo, el cargo más poderoso de la Tierra. Es la preocupación por su visión maniquea de la política; su carencia de moderación; su lenguaje desenfrenado; su arrogancia; su inestabilidad; la tendencia a la mentira. La pregunta es cuán peligroso puede ser un Presidente de estas características.
Algunos estiman que es una grave amenaza para la democracia, pues al controlar la Casa Blanca y las dos ramas del Congreso, Trump tiene demasiado poder. No está ahí el problema, pues, por ejemplo, en una democracia parlamentaria —lo que EE.UU. no es— una regla absoluta es que quien controle el Legislativo también se haga del Ejecutivo. A su vez el Presidente norteamericano tiene fuertes controles, como son la solidez de las instituciones, la sociedad civil y una cultura democrática de la que son parte los republicanos.
Además hay que llamar la atención sobre un hecho esencial sobre el que poco se ha reparado, y que son las elecciones de medio tiempo, que ocurren cada dos años y en las que casi siempre el partido del Presidente pierde escaños: así ha ocurrido en 12 de las 14 elecciones registradas entre 1946 y 2022.
Y aunque una deriva autoritaria no se puede descartar, hay también espacio para su opuesto que es “el síndrome del pato cojo”, que ocurre cuando al Presidente que ya no se puede reelegir, le quedan sus dos años finales, en que debe gobernar siendo minoría en una o en ambas cámaras.
Tampoco creo que la amenaza de Trump esté en la economía, aunque sea cierto que la sensación térmica es muy negativa al punto de haber sido un factor importante en la derrota de Harris; pero la realidad es que la economía norteamericana es hoy (“The Economist” dixit) “la envidia del mundo”. Por supuesto se pueden esperar políticas desacertadas que causen daño —proteccionismo, guerra de aranceles con China, aumento de la deuda, del déficit y luego tasas de interés más elevadas—, pero no que presagien una honda crisis y menos una catástrofe.
Si el problema no radica en lo institucional ni en la economía, entonces ¿dónde está? En la geopolítica y lo internacional. Trump no acepta que su política internacional encuentre limitaciones en tratados, sino que se basa en el uso del poder militar y las sanciones económicas unilaterales. Por tanto no colaborará, ni a nivel global ni nacional, en la lucha contra la crisis climática y será activo en su respaldo a los fósiles como fuente de energía. En estos campos los próximos cuatro años serán un tiempo perdido. También lo será para el multilateralismo y se agravará la tendencia a tratar con desdén a las Naciones Unidas y a sus aliados europeos: los países de la “vieja Europa” necesitan de los tratados porque son débiles; Estados Unidos no.
Con Trump se hará más estruendoso el ruido de las armas. Su segunda administración se iniciará en un momento en que, a lo menos, hay tres zonas donde un error en la apreciación política o militar podría conducir a un conflicto en gran escala. Una es la guerra de Ucrania, que ya entra en su tercer año. Dejar caer al régimen de Kiev tendrá un alto costo para Estados Unidos en sus relaciones con Europa y para su situación en el mundo. En un extremo puede significar la ruptura con la OTAN, lo que sería un crimen y una estupidez.
Otra zona de peligro es el estrecho de Taiwán, donde China constantemente exhibe su poder militar; sin embargo, las posibilidades de un conflicto armado parecen distantes, pero no una guerra comercial, ya anunciada por Trump, entre China y EE.UU. que cree un grave desorden en el comercio mundial.
Una tercera área es el Medio Oriente, donde la guerra, ya declarada, parece destinada a escalar. Es cierto que el gobierno de Israel escapó del control de Estados Unidos bajo Biden; pero un cambio mayor sería si Netanyahu entendiera (o se le asegurara) que ahora tendrá “carta blanca” no solo para continuar la guerra criminal en la Franja de Gaza, sino para golpear la industria del petróleo de Irán y sus instalaciones nucleares.
Finalmente es necesaria una mención a dos factores clave. Uno es el tiempo, que es variable esencial en toda estrategia. En el plano internacional las acciones y reformas toman años antes de dar sus frutos. Solucionar la guerra de Ucrania en días es una fanfarronada que solo habla mal de quien la formula. El otro factor es una escalada del conflicto por un error cometido por gobernantes inexpertos o megalómanos. Es cierto que en la guerra la decisión final corresponde al poder político, pero siempre es clave la acción moderadora que puedan efectuar dos grandes burocracias: los diplomáticos y los altos mandos de las Fuerzas Armadas.
Genaro Arriagada Herrera