Verdad y honor militar van de la mano. Y en materia institucional, al menos en Chile, al comandante en Jefe de una institución militar le corresponde velar por el cumplimiento estricto de los principios y la ética en sus instituciones. Por reglamento, él tiene la superintendencia correccional en materia de honor. Por eso, un comandante en Jefe, para serlo a cabalidad, más allá de las designaciones legales, no debe mentir, porque tiene un atributo ético que implica incluso la moralidad del Estado.
Por ello, lo acaecido con el general (r) Juan Emilio Cheyre y la orden de detención dictada en su contra por complicidad en violaciones de derechos humanos, es lamentable desde varios puntos de vista.
Es lamentable porque, cuando fue designado comandante en Jefe, quedó en posición de cambiar la historia sobre honor y verdad durante el régimen militar en su institución. Más aún, teniendo conocimiento directo de lo que había ocurrido con hechos como la Caravana de la Muerte, uno de los más detestables en violaciones a los derechos humanos en la historia militar del país, optó por el camino fácil: una actitud elusiva y un ambiguo “Nunca más” que, a la luz de lo investigado por el ministro Mario Carroza, no cabe duda que –más que una doctrina militar– es un juicio autoexculpatorio sobre su propia conducta.
Es lamentable también para el país, porque en la avalancha política de reconocimientos acerca de lo que habría sido su aporte a la transición democrática, incluso de un ex Presidente de la República, se ha argumentado que su corta edad cuando ocurrieron los hechos sería un eximente de su responsabilidad.
Bajo ese argumento, el país debiera subir la edad para aplicar la responsabilidad penal a los veinticinco años para todos los ciudadanos y en cualquier circunstancia.
Lo que resulta peor es que tal argumento, de políticos y embajadores amigos de Juan Emilio Cheyre, ofende a los militares de la misma o menor edad que en esa época se opusieron al golpe militar. Muchos fueron condenados en juicios ilegales –algunos fusilados como desertores, sin que hasta ahora las Fuerzas Armadas hayan hecho verdad interna sobre estas situaciones– y sufrieron la prisión, el destierro, la conculcación de sus derechos, fueron torturados por sus camaradas de armas, y hasta el día de hoy deambulan por los tribunales de justicia tratando de que se les reconozcan sus derechos laborales y previsionales.
A ellos, los ex presidentes, los embajadores y la alta política nacional jamás los recuerdan o reconocen, los dejaron fuera de la primera ley de exonerados políticos y, pese a que arriesgaron sus vidas por respetar la Constitución y las leyes, hoy se les agravia nuevamente con argumentos como el de la corta edad de Cheyre al momento de la Caravana de la Muerte.
Pudiera ser que los hechos imputados a Cheyre estén amparados por la responsabilidad del mando superior. Pero en toda institución y situación militar existe el derecho de objeción frente a la obediencia debida ante una orden inmoral, pese a lo cual el superior puede reiterar la orden, creándose entonces una tensión ética entre la obediencia debida y una orden inmoral.
Para aliviar esa tensión en nuestro medio, la ex presidenta del Consejo de Defensa del Estado (CDE), Clara Szczaranski, formuló la doctrina de la obediencia forzada, esto es, el cumplimiento forzado de una orden inmoral bajo la amenaza de una sanción mayor si no se lo hacía. Es decir, por miedo o intimidación. Pero, para que eso ocurra realmente, se requiere que, al menos, haya una “política institucionalizada” de forzamiento, que nada funcione internamente de manera regular, caso en el cual es el Alto Mando de la institución el que tiene la responsabilidad por permitir una conducta que implica corrupción de los principios institucionales.
No es el único caso de protección social de clase. Lo estamos viendo a diario con los políticos imputados judicialmente por corrupción. La elite corre a otorgar certificados de contribución a la democracia, iguales o peores que aquellos otorgados a falsos exonerados políticos, sin consideración al acto corruptivo del que está imputado. Al parecer, estamos inmersos en una sociedad diluida en el amiguismo político y la irresponsabilidad, sin un sentido de legitimidad y legalidad de Estado, con una elite sin convicción democrática y donde todo es privado o está privatizado.
Por eso, al ser designado comandante en Jefe, Juan Emilio Cheyre tuvo la oportunidad de cambiar la historia y evidenciar que tanto él como muchos otros oficiales no fueron cómplices, sino que actuaron por miedo ante las represalias, y por la existencia de una práctica generalizada de tortura y terror que el Alto Mando propiciaba y/o amparaba.
Pero para hacer eso, se precisa más valor que para ir a la guerra y ningún jefe militar lo ha hecho en nuestro país, y ningún político con poder de decisión en el ámbito de la Defensa Nacional lo ha exigido, pese a que ello forma parte tanto del honor del Estado de Chile como de la Justicia debida.
También es lamentable la reacción social que ha provocado el caso Cheyre, más allá de su connotación periodística: una verdadera avalancha de certificados de buena conducta de políticos al ciudadano Cheyre.
El peso de tal certificación podría perfectamente interpretarse como una presión indebida a lo que está haciendo el ministro Mario Carroza, debido a su envergadura y la amplificación mediática de las declaraciones. Aunque, dada la seriedad y dedicación del ministro Carroza, parece difícil que tanta manifestación de apoyo lo seduzca o intimide.
El hecho, sin embargo, no deja de ser sugerente respecto de lo que hoy es Chile, tanto desde el punto de vista cultural como político. Porque ante un hecho de tanta trascendencia para la buena doctrina de las Fuerzas Armadas, como es la responsabilidad de un ex comandante en Jefe y la del Alto Mando en episodios de violaciones a los Derechos Humanos, que solo aparezca la exculpación social y el amparo para el miembro cuestionado judicialmente, resulta abrumador. Y eso que el país está en medio de un debate sobre una nueva Constitución.
Por cierto, no es el único caso de protección social de clase. Lo estamos viendo a diario con los políticos imputados judicialmente por corrupción. La elite corre a otorgar certificados de contribución a la democracia, iguales o peores que aquellos otorgados a falsos exonerados políticos, sin consideración al acto corruptivo del que está imputado. Al parecer, estamos inmersos en una sociedad diluida en el amiguismo político y la irresponsabilidad, sin un sentido de legitimidad y legalidad de Estado, con una elite sin convicción democrática y donde todo es privado o está privatizado.
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