En los últimos días, el Gobierno decidió endurecer el tono en el debate sobre pensiones. Así, tanto el Presidente Boric como la ministra Jara apuntaron sus dardos contra las AFP, mientras que varios dirigentes oficialistas criticaron la postura de Evelyn Matthei. El cambio de tono fue notorio: mientras el ministro Marcel (y, supuestamente, la propia ministra Jara) lleva meses tratando de construir un acuerdo, todo indica que hay actores —al interior del mismo gobierno— interesados en frenarlo. ¿Cómo explicar esta contradicción?
Desde luego, un primer factor guarda relación con lo siguiente: en este tema resulta muy patente la distancia entre la expectativa inicial y aquello que es viable. Cabe recordar que el programa de Gabriel Boric prometía un nuevo sistema de pensiones y la muerte consecuente de las AFP, y sabemos que nada de eso será posible. Esto explica la enorme frustración que domina en amplios sectores de la izquierda: el eventual acuerdo estará lejos, demasiado lejos, de todo lo que soñaron. Más bien, cabría decir que cualquier reforma terminará —al menos en algún sentido— reforzando el sistema, pues la misma izquierda habrá firmado su continuidad (sin binominal y sin enclaves autoritarios). Cabe agregar que la frustración no es producto de la mala voluntad de nadie, sino de la simple configuración de la realidad: el programa de Gabriel Boric era testimonial más que político. Por lo demás, desde septiembre de 2022 sabemos que la izquierda carece de la fuerza necesaria para impulsar transformaciones profundas.
Surge entonces una pregunta fundamental: ¿cómo reaccionará la izquierda que prometió transformarlo todo a la frustración? ¿Qué hacer cuando el mundo se resiste a los deseos de una generación marcada por el voluntarismo lírico? Se abren acá dos posibilidades. Uno es el de la maduración, que permite superar el estado de frustración. Los arrebatos juveniles estaban bien para la época universitaria, pero ahora la exigencia es producir las condiciones para un acuerdo necesariamente imperfecto para los maximalistas. La maduración es tan dolorosa como indispensable si se aspira a algo más que la mera performatividad. El segundo camino es la perpetuación de la actitud adolescente: se trata del rebelde que, puesto a elegir entre la realidad y su autoimagen, no duda en desechar la odiosa e insoportable realidad. Este gobierno ha oscilado constantemente entre ambas actitudes, aunque por momentos la segunda parece primar. Así las cosas, el oficialismo está cerca de lograr una extraña proeza: la de convertirse en un gobierno testimonial. Habíamos visto oposiciones testimoniales, activistas testimoniales y también gestos testimoniales, pero lo que nunca habíamos visto era un gobierno testimonial; esto es, un gobierno que se conforma con su testimonio, como si este mereciera homenaje a pesar de su inoperancia.
La dificultad estriba en que, desde el ejercicio del poder, el testimonio solo cobra valor si adquiere capacidad operativa. Y el caso pensiones es paradigmático de las trampas conceptuales en las que se encuentra atrapada parte de la izquierda. En rigor, nadie ha hecho más por el triunfo cultural de la capitalización individual que los retiros de fondos de pensiones (uno de los cuales no pagó impuestos), que arraigaron la idea según la cual los ahorros previsionales son propiedad estrictamente privada. Si la izquierda apoyó alegremente esos retiros, pues bien, hoy no tiene ningún sentido quejarse amargamente de sus consecuencias. Guste o no, construir un acuerdo en el Chile de hoy exige partir de ese punto.
Pero hay más. La actitud puramente testimonial crispa el debate, y dificulta las posibilidades de un acuerdo. Es natural que la negociación tenga momentos ásperos, y que haya declaraciones cruzadas, pero eso funciona para los diputados, no así para el Presidente. Este es, quizás, el nervio central del problema: el mandatario fue diputado ocho años, y demostró talento innato para ese registro. Por lo mismo, se ve sistemáticamente tentado a volver a ese nivel: el uso fácil de las redes, el calificativo rápido y la retórica maniquea (todo esto sin responder preguntas de la prensa durante 70 días). Si acaso es cierto que todos los diputados quieren ser presidente, nosotros tenemos un mandatario que añora sus tiempos de diputado. Un parlamentario puede darse el gusto de mantenerse en la frustración, no así un jefe de Estado.
Como fuere, es evidente que el mandatario debe mantenerse por encima de estas reyertas, precisamente, para ganar altura e intervenir luego de otro modo. De lo contrario, será difícil converger, pues la figura que debe encarnar la unidad solo está preocupada de alimentar a su bando y demostrar que no ha traicionado (tanto). Si Chile necesita un ambiente de acuerdos, no hay nadie más responsable que el Presidente de la República a la hora de propiciarlo. A él le corresponde —por su investidura— romper el ciclo infernal en el que estamos sumidos.
Chile enfrentará, en los próximos años, desafíos colosales. Será imposible asumirlos desde la frustración y el testimonio. En el fondo, el Presidente y el Frente Amplio deben decidir —de una buena vez— si quieren ser actores o meros espectadores quejumbrosos de nuestra historia. Resulta inverosímil que, luego de tres años en el gobierno, aún no sean capaces de responder con nitidez esta pregunta. (El Mercurio)
Daniel Mansuy