Se cumple un año de la visita del Papa Francisco. Una visita esperada con nerviosismo, pues había conciencia de los difíciles días por los que atravesaba la Iglesia chilena. Pocas horas antes de su llegada, el cardenal Ezzati declaraba a La Tercera: “El Papa va a encontrar una Iglesia que está en crisis”. ¡Razón tenía! Pero, lo que él ni nadie pudo prever es que, después de transcurrido un año, la situación de la Iglesia es mucho más oscura, más débil, más confusa. Una institución de hecho descabezada, con los obispos oficialmente renunciados, los cardenales declarando en tribunales, cientos de sacerdotes imputados, curas despojados de su estado, alguno expulsado del país. No hay vocero, ni discurso, ni se divisa señal alguna de salida para la peor crisis eclesial de que tengamos memoria.
Escribo esto con tristeza, involucrado como si se tratara del trance de un hermano o de un hijo. No es posible desconocer la falta, el daño causado, el sufrimiento de las víctimas, muchas veces niños. Todo es desolador. Pero, tengo que decirlo, también con dolor por esos atormentados victimarios que en algún momento optaron por una vida consagrada a lo más alto y terminaron hundiéndose en lo que con seguridad fue un abismo de angustia y de culpa.
La cantidad de abusos sexuales por parte de clérigos es tan enorme, en el mundo entero, que resulta inevitable concluir que hay algo sistémico que ha funcionado muy mal, durante mucho tiempo. El informe elaborado por la misma Iglesia en la diócesis de Los Ángeles (USA) reportaba ya en 2004 cientos de casos de abusos por parte de clérigos, algunos que se remontan a 1930, con la gran mayoría documentados en las décadas de los 70 a los 90. Este mismo informe eclesial concluía, ¡hace 15 años!: La Iglesia ha tratado, erróneamente, cada uno de estos casos como debilidades morales y pecados individuales.
Pero si no se trata de debilidades individuales, ¿entonces de qué estamos hablando? Probablemente, nada menos que la necesidad de una revisión profunda de la institución del sacerdocio. De la opcionalidad del celibato, de la urgencia de incorporar una visión más abierta y gozosa de la sexualidad, no el sinónimo de “pecado” que a veces se nos apareció en la pedagogía católica.
Cuando manifesté por primera vez mi aprensión sobre estos hechos tristes y dolorosos, me respondió el jesuita José “Pepe” Aldunate, ya anciano, uno de los clérigos más respetados y queridos de la Iglesia chilena. Expresó su punto de vista con sabiduría, rematando con una frase hondamente esperanzadora: “Al final, amigo mío, la buena noticia es que la Iglesia sigue viva”. Tremendo testimonio, expresado por un hombre que, con lucidez crítica, entregó a ella su vida entera. A esperar entonces; si hay vida, tarde o temprano ésta se manifestará. (La Tercera)
Roberto Méndez