Una interesante columna de Fernanda García publicada en El Mercurio esta semana sostiene, en relación con los “treinta años”, que los liderazgos de entonces no explicitaron de manera oportuna la existencia de los consensos a partir de los cuales ellos mismos desarrollaron su quehacer, lo que habría privado a los chilenos de las narrativas asociadas a importantes consensos en torno a la democracia, el mercado y los derechos humanos. Ello permitió, según la columnista, la generación de discursos radicales que se instalaron en un terreno sin mayores obstáculos, poblado de consensos implícitos, pero carente de un relato explícito. A consecuencia de esto, fue posible posteriormente desacreditar sin mayor oposición argumental el acuerdo político como método fundamental de la transición -la democracia de los acuerdos de los gobiernos de la Concertación-, al mismo tiempo que se deslegitimaba al “crecimiento con equidad”, el eje central de las políticas públicas durante un cuarto de siglo, desde 1990 hasta 2013.
Notablemente, ese periodo se convirtió en uno de los más extraordinarios que haya tenido el país en toda su historia. Fue cuando en Chile se redujo la pobreza más rápidamente que en ningún otro lugar del mundo, una proeza que la llevó últimamente a cifras de un dígito, típicas de países desarrollados, a la vez que surgía una inédita y vibrante clase media prosperando al ritmo del progreso que se experimentaba en múltiples ámbitos de la sociedad. Y, sin embargo, todo esto careció de un relato que le diera soporte intelectual y comunicacional a lo obrado por cinco gobiernos exitosos, que fueron -cada uno- continuadores del que lo antecedió, en un tiempo en el que los chilenos vislumbraron a la vuelta del camino al desarrollo pleno como una meta posible.
Ese virtuoso periodo -los “30 años” son en rigor 25- fue sobre todo un ciclo de crecimiento sostenido a tasas elevadas, el más prolongado que hayamos experimentado en nuestra historia republicana. ¿Pero cuál sería la razón de la falta de relato que pudo darle razón de ser y consistencia a semejante expansión y desarrollo, y que debió haber enorgullecido a las élites gobernantes de entonces, en particular, a los partidos de la Concertación que gobernaron cuatro de esos cinco mandatos?
La respuesta, a mi juicio, está en el hecho que el crecimiento sostenido a lo largo de las dos décadas de gobiernos concertacionistas se alcanzó sobre la base de lo que Carlos Peña bautizó como la modernización capitalista.
El lema de “crecimiento con equidad” escondía convenientemente la parte capitalista de la modernización que experimentaba el país a pasos agigantados. Por supuesto que crecer a esas tasas no podía ocurrir de otra forma; no hay otro sistema conocido para alcanzar esos rendimientos. Pero a una cierta izquierda, con una sólida raigambre anticapitalista -inspirada en la revolución cubana, primero, y en el chavismo bolivariano después-, una modernización de esa naturaleza comenzó a resultarle incómoda, mucho más cuando las reformas que se iban implementando durante esos gobiernos -concesiones de infraestructura, gestión y tratamiento de aguas; modernización de los puertos; el CAE, entre otras- la habían convertido a sus ojos en un neoliberalismo extremo.
Los “autoflagelantes” que aparecieron ya en el segundo gobierno concertacionista dieron paso a una nueva generación de jóvenes de izquierda abiertamente anticapitalistas, que denostaban los notables avances logrados de la mano de la gestión de los privados en amplios sectores de la economía. Al fin, la modernización capitalista no arraigó en muchos de quienes fueron protagonistas de ese periodo, aunque la toleraron como una condición habilitante de la transición. Por lo demás, en la medida que está fue concluyendo -la elección de Sebastián Piñera en 2009, el primer gobernante de derecha en más de 60 años fue la mejor prueba de su fin-, y que el país consolidaba no sólo una sólida economía, sino que una democracia estable, no pareció necesario que esos logros requirieran una defensa activa y un relato articulado para alimentar el espacio comunicacional.
Lo cierto es que la modernización capitalista, que es la única forma conocida de alcanzar el desarrollo pleno -no hay ningún caso de un país desarrollado que haya alcanzado ese estatus de otra forma-, no rimaba bien con el ideario de muchos de los liderazgos de los “30 años” -ni que hablar de la nueva izquierda gestada a partir del movimiento estudiantil.
Cuando llegó el momento de la verdad, de pasar a la oposición durante los dos gobiernos de derecha encabezados por Sebastián Piñera -que, no podía ser de otro modo, hacía suya sin complejos la modernización capitalista-, esos liderazgos parecieron que de pronto desconocían lo que antes habían abrazado cuando fueron gobierno. No era entonces razonable esperar de quienes nunca creyeron del todo en unas políticas que les tocó impulsar e implementar en un momento singular de nuestra historia -la transición-, que se transformaran en fervorosos defensores de esa gigantesca obra a cuya realización habían contribuido en su tiempo sin reservas.
Últimamente ha emergido un nuevo consenso en el sistema político: que el país requiere de un nuevo ciclo de crecimiento sostenido, para dejar atrás una década de estancamiento y reemprender la senda del desarrollo. Esa exigente tarea, un objetivo nacional en toda la línea, no podría ser liderada por un sector político que apostó hace apenas dos años por la cancelación de la reformista modernización capitalista -no otra cosa era la propuesta refundacional de la Convención Constitucional-, y que se deja seducir por la superación del capitalismo.
Se constata así un cambio de fondo que ha experimentado la política en el país: el crecimiento, impulsado por la modernización capitalista -¿de qué otra forma podría serlo?-, ha dejado de ser la política pública transversal que una sólida mayoría del sistema político hizo suya, para transformarse más bien en una de derechas. Es una muy mala noticia, porque para volver a arrancar los motores del crecimiento se requieren convicciones y apoyos transversales como los que hubo a raudales durante el extraordinario cuarto de siglo que siguió a la recuperación de la democracia en 1990. (El Líbero)
Claudio Hohmann