Siento cierto alivio de estar en Londres por unos días. Es un agrado descansar por un rato del ambiente enrarecido que hay en nuestro país. Acá en Londres no hay un clima de sobreexcitación mediática como el de Chile, y la política no está convertida en un espectáculo de escándalos y de venganzas. Tampoco hay lucha de clases en el aire; o gobierno paternalista que anuncie «cambios de ciclo» o modelos «inclusivos», porque a la gente no le gusta que otros le estén cambiando las cosas, y nadie quiere ser «incluido» sino en los grupos con que se siente afín. Los ciudadanos andan más bien pendientes de sus propias vidas, sus propios proyectos, sean espirituales o materiales, colectivos o individuales. Para ellos, «lo colectivo» es el grupo de amigos que uno escoge tener, la asociación -sea para divertirse, hacer deporte o caridad- a la que uno quiere pertenecer. Por su parte, la igualdad no interesa tanto a personas que se sienten únicas.
En las elecciones del mes pasado, el Partido Conservador obtuvo una mayoría absoluta. Es el premio que le ha dado el electorado por tomar medidas valientes cuando gobernaba en coalición. En los últimos cinco años, el gobierno de David Cameron realizó drásticos recortes fiscales, y la gente los aceptó. Le gustó que no le doraran la píldora. Gracias a sus medidas duras, los conservadores han logrado sacar al país de la crisis con más eficacia que en otros países comparables de Europa. Todo contra los consejos de la OCDE, que aun ahora le pide al gobierno que «modere» los recortes: esa OCDE políticamente correcta cuyas opiniones son sagradas para algunos de nuestros compatriotas.
En el Reino Unido, el capitalismo de mercado ya no es cuestionado, complementado como está con buenos resguardos sociales. No es que los británicos lo amen con pasión. Es un sistema del cual pueden más bien sentir lo que dijo Churchill de la democracia, de que es «el peor sistema que existe, con excepción de todos los otros que han sido probados de tanto en tanto». Pero aun cuando no lo ame, a la gente le aterraría perderlo. Sería como perder la democracia. No es que los británicos estén todos bien todo el tiempo. Como en todas partes, la vida puede ser dura. Pero para ellos es inconcebible -fuera de algunas minorías intelectuales- un cuestionamiento «moral» al lucro, a la competencia, al mercado; para qué hablar de si viene, como a veces en Chile, de gente que también lucra.
No siempre fue así. En los años 70, los gobiernos laboristas libraban una lucha de clase continua, y el país iba de huelga en huelga. El caos resultante desembocó, en 1978-9, en lo que fue llamado «el invierno del malestar». El gobierno laborista había cedido a los sindicatos una y otra vez, creyendo que así se aseguraba la gobernabilidad, cuando ocurría todo lo contrario.
En mayo de 1979 ganó Margaret Thatcher, con un relato inspirador. Hablaba de la responsabilidad y del esfuerzo; de la importancia de crear algo propio para de allí poder criar una familia o ayudar a los demás. Thatcher despojó a los laboristas de la superioridad moral que pretendían tener. Por eso mismo, cuando ellos volvieron al poder 18 años más tarde, se habían modernizado. Con Tony Blair, ya no concebían el progresismo sin un capitalismo robusto, con mercados competitivos y derechos de propiedad sólidos, y al gobernar combinaron lo mejor del thatcherismo con lo mejor de la socialdemocracia.
Por eso es difícil entender el izquierdismo setentero -pesado y vengativo- de los laboristas de Ed Miliband, el líder que en las elecciones de mayo los llevó a reunir apenas el 30% de los votos. Tan difícil como entender a la Nueva Mayoría, sobre cuyo gobierno me preguntan en Londres, muy preocupados.