Recientemente fui invitado y asistí al seminario KPMG titulado “El Chile que viene, el país que queremos”. Magníficamente preparado, contó con la participación de un selecto grupo de panelistas que tuvieron por expositor e invitado especial a Sebastián Edwards, acompañado por Klaus Schmidt-Hebbel, Andrea Tokman y Francisco Lyon, contando además con la atinada moderación de la periodista Catalina Edwards. Hay mucho que comentar y celebrar a propósito de lo expuesto en este seminario. Para empezar, el orgullo y la satisfacción que permitió comprobar que en Chile todavía existe un conjunto de notables personajes que elevan al país, en lo que a talento y preparación se refiere, a niveles que ya no tiene en tantos otros aspectos.
Todos los participantes se refirieron esencialmente a dos temas: el diagnóstico del terrible derrumbe experimentado por Chile en el último periodo y especialmente entre 2014 y 2023; lo que habría que hacer para recuperar lo perdido y generar otro ciclo económico virtuoso similar al vivido entre 1991 y 2014. Aunque entre los panelistas hubo diferentes opiniones sobre el momento en que, usando su lenguaje, “se jodió Chile”, todos ellos coincidieron en que eso ocurrió a partir del fatídico segundo gobierno de Michel Bachelet. En cuanto a las medidas que habría que adoptar para recuperar parcialmente la enormidad de prosperidad perdida, todos ellos coincidieron en factores comunes como ser una profunda reforma del funcionamiento del Estado, un código tributario racional, razonable y coherente, una reforma previsional con iguales características y una victoriosa guerra contra la delincuencia, el narcotráfico, la insurrección y la inmigración ilegal e indeseable. Todo ello, por supuesto, enmarcado en un esfuerzo educacional prolongado, inmenso y sostenido.
Con todo, aun en esas circunstancias la recuperación sería más larga en el tiempo que el que ha tomado el derrumbe, lo que ejemplifica una vez más que es mucho más fácil destruir que construir.
No me cabe duda de que si existiera un gobierno cuyo propósito fuera el progreso, la mejor distribución de la renta y de los beneficios sociales, la libertad de las personas y el bienestar general, valdría la pena seguir al pie de la letra las recomendaciones resumidas en el panel que comento. Yo, si fuera gobierno, no titubearía en hacerlo y entregarme a la amable tarea de ser el vocero de esa gigantesca obra de reconstrucción.
Pero, estas brillantes conclusiones siempre están estorbadas por lo que podríamos llamar la deformación profesional de los economistas, cual es la de que su ciencia es tal sólo cuando los seres humanos se comportan racionalmente. Porque, cuando intervienen las pasiones humanas, esa racionalidad se pierde y comienza la actuación errática de los individuos y de los gobiernos. Este es el caso exacto y desgraciadísimo de lo que ocurre en Chile y eso tiene profundas raíces históricas.
En nuestro país las metas de progreso en libertad, de mejoramiento de la distribución de la renta y de desarrollo económico acelerado no son las metas de un porcentaje apreciable de la población y especialmente de la clase política. Aquí estamos inmersos en una guerra entre dos concepciones de sociedad que tienen metas distintas: un modelo de democracia liberal y de libre iniciativa con el Estado actuando como controlador y erogador de los beneficios sociales y un modelo que considera que la propiedad individual de los bienes es la fuente de todas las infelicidades sociales de modo que la labor del Estado es arbitrar la eterna guerra de clases que sólo cesará cuando impere una estricta igualdad bajo una autoridad totalitaria.
La confrontación radical que se vive en Chile es fruto de la desgraciada circunstancia de que en nuestro país la representación de las demandas sociales exacerbadas por la Revolución Industrial fue asumida por los partidos políticos estructurados a partir de la doctrina socialista, especialmente la marxista-leninista. En otros países latinoamericanos, esa representación fue asumida por movimientos sociales y partidos que, siendo muchas veces bastante radicales, nunca llegaron a cuestionar la estructura libertaria que se propone en la democracia. En Argentina, ese papel lo asumió el justicialismo peronista, en el Perú y otros lugares de América surgieron movimientos del tipo del APRA y de esa circunstancia ha derivado una diferencia radical entre las demandas reivindicatorias de esos países con las que ocurren en Chile.
Hoy día, a lo menos un cuarto o un tercio de la población no está buscando progreso económico nacional ni nada que se le parezca. Lo que desea es la destrucción del Estado libertario que denigra llamándolo supercapitalismo imperialista. Ese enorme porcentaje del país se ha formado al alero de una crisis educacional que se ha prolongado por decenios y que ha generado una profunda escisión en las generaciones jóvenes. Siendo todavía una minoría, la fracción rupturista de inspiración marxista es enemiga radical de toda solución que involucre la mantención del Estado democrático entendido como tradicionalmente ha ocurrido en nuestro país y, por tanto, para aplicar las recetas del seminario que motiva este comentario falta lo esencial que es una estable y abrumadora mayoría que comparta las metas tan brillantemente expuestas por los panelistas que hace poco me brindaron un enorme placer.
Espero que la durísima experiencia que estamos viviendo, y que el gobierno de Gabriel Boric está llevando a su epítome, sirva para que una sólida mayoría tome el control político del país y lo encause debidamente. Pero estoy dispuesto a anticipar que ese gobierno tendrá que lidiar con un sector político que no titubeará en usar todos los medios posibles para entorpecerlo y desestabilizarlo. Si todo eso ocurre, a lo mejor puedo asistir a otro foro como el que comento y salir tan complacido como salí de éste, pero con muchas más esperanzas. (El Líbero)
Orlando Sáenz