Profesor, ¿tiene unos minutos? Por supuesto, contesté. Me gustó su columna, pero no entiendo su insistencia en el crecimiento, me comentó un estudiante en 2018, y prosiguió con la siguiente reflexión: es cierto que el crecimiento en Chile ha caído en los últimos años, pero me pregunto si no será mejor privilegiar una vida más tranquila, con más tiempo para la familia y el deporte, y menos en la oficina.
Tengo clavada esta conversación en aquel tiempo pretérito donde uno podía tomarse un café con estudiantes. Bien impresionado por la inquietud del alumno, le respondí con una pregunta: ¿Cómo viniste a la universidad hoy? En mi auto, contestó. ¿Y cómo conseguiste ese auto?, insistí. Me lo regalaron mis padres al entrar a la universidad, respondió pensativo.
Una encuesta publicada recientemente en “El Mercurio” da cuenta de una importante desafección de los chilenos con el crecimiento. Aunque se reconoce como el principal medio para mejorar el empleo y derrotar la pobreza, el crecimiento es visto con sospecha, especialmente por los jóvenes. Las respuestas sugieren algo así como una artimaña de las élites para obtener mayores ganancias y, en su versión más oscura, para no hacerse cargo de otras dimensiones de la vida que no se transan en el mercado.
Por cierto, el deseo de una vida menos exitista no solo es plenamente legítimo, sino que con seguridad nos acerca mucho más a la realización personal que unas buenas zapatillas. Pero concluir con ello que el desarrollo económico no es prioritario es un tremendo error. Mucho de lo que buscamos, como más tiempo libre o el cuidado de la naturaleza, demanda recursos que alguien debe generar. Más aún, la decisión de cuánto y en qué trabajar requiere de libertad, que es fruto de la buena educación, estabilidad y necesidades básicas satisfechas. Para lograrlo se necesita de cuantiosos recursos, sin los cuales, para muchas familias, la opción de cómo vivir su vida no es una opción, sino una imposición.
Por ello, mientras exista pobreza, el crecimiento es una exigencia moral. No a cualquier costo, por cierto, pero sí como medio irreemplazable para generar recursos y entregar las oportunidades que toda persona merece por el hecho de existir. Por ello, es necesario reflexionar sobre el velo que genera tal indiferencia. Si obedece a una legítima preocupación por la desigualdad, conviene aclarar que lo uno no quita lo otro. No serán los ricos los más afectados en una sociedad empobrecida. Si obedece a un desprecio por los mensajeros, se vuelve patente la necesidad de enfatizar que la racionalidad es lo que permite avanzar. Y si obedece a la comodidad de los que tienen sus necesidades satisfechas, es necesario hacer ver que una mal entendida solidaridad puede ser la política más egoísta y regresiva. (El Mercurio)
Sebastián Claro