La opinión pública acaba de dar una demostración elocuente de su dignidad y sensatez, pero, sobre todo, de su enorme fuerza. Sin necesidad de salir a la calle, sin moverse de su escritorio, le bastó con contestar encuestas para derribar un gabinete y renovar el aire de la política.
El cambio no se hizo necesario por maniobras de la derecha, ni por peleas internas, menos aún por la desabrida explicación de que es necesario renovar equipos ante nuevos desafíos. Lo que pasó es que cualquier gobierno, pero particularmente uno que se propone hacer cambios profundos, no puede hacerlo con un tercio o un cuarto de apoyo ciudadano y un rechazo mayoritario. Las elecciones son periódicas, pero la confianza ciudadana, capital indispensable de todo actor político, es batalla diaria. El cambio de gabinete se hizo indispensable para intentar recuperarla, y lograrlo será su difícil tarea.
La ciudadanía demostró que tiene un bajo umbral de tolerancia ante la corrupción y que es indócil a explicaciones inverosímiles, incluso respecto de autoridades políticas en quienes, no hace mucho, depositaba una enorme confianza y esperanza. El mismo país que eligió por abrumadora mayoría a una coalición que enarbola las banderas de la igualdad le ha recordado el trato respetuoso que es exigible entre iguales. Una opinión pública sensata y crítica es el principal capital político del país, y su presencia permite tener optimismo ante esta y otras crisis.
Como un reconocimiento y un tributo a esta fuerza se instala en el Gobierno, y en la coalición que lo acompaña, la idea de comunicar bien lo que se hace. Nadie podría discutir esa tarea, pero hay que tener cuidado con dos variantes que pueden perder este propósito.
La primera es considerar que el problema radica en el auditorio; que la gente no capta bien o rápido lo que en la política pasa. Asumirlo sería otra falta de respeto que puede pagarse cara. Si las promesas son claras y los planes y metas coherentes y precisos, el castellano que las explique fluirá fácil y sencillo y la gente no necesitará que se las reiteren muchas veces para adherir a ellas.
La segunda es salir a comunicar deseos. Lo que debe comunicar un gobierno no son propósitos, buenas intenciones o intuiciones, sino metas, una vez que estén bien y precisamente elaboradas. Aún menos bueno para una coalición política gobernante es comunicar frases altisonantes, desafiantes y pendencieras (la retroexcavadora, la más notable, desgraciadamente no la única que registró el primer año). A la gente puede entretenerla la reyerta política, pero está más que demostrado que es uno de los caracteres que más repudia de ella.
Si no leo mal el resultado de las últimas elecciones, el sueño y el afán que debiera orientarnos es el de un país más inclusivo e igualitario. Reiterar esa finalidad una y mil veces será necesario, pero no bastará con ello, pues lo que la ciudadanía juzga de un gobierno son sus logros, aquellos que impactan su vida o la de próximas generaciones. Entonces, para recuperar la confianza, este gobierno necesita comunicar planes y proyectos prolijamente urdidos que parezcan eficaces para alcanzar la promesa de igualdad en que funda su mandato. Ni el proceso constituyente debe librarse de este requerimiento.
Ni la invocación del épico triunfo electoral de ayer, ni los retóricos recuerdos del programa fueron suficientes para mantener un apoyo popular a las reformas del primer año. Conforme a las encuestas, la mayoría las juzgó improvisadas. ¿Lo fueron o fueron mal comunicadas? La segunda explicación me parece una ofensa a la opinión pública y una trampa en el solitario.
Para gobernar bien en el segundo tiempo habrá que tomarse muy en serio la tranquila pero arrolladora fuerza de la opinión pública.